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Alfonso González Jerez

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

Muertes y extinciones

Un notable empresario recientemente fallecido dejó entre sus últimas voluntades ser incinerado y que sus cenizas fueran enterradas. Se ha escrito ampliamente sobre el asunto. Últimamente han muerto en Canarias varios millonarios –algún que otro multimillonario incluso– y les hemos prestado una atención más llena de afecto y admiración que cualquier obituario que pudiera haberse escrito a San Francisco de Asís. Los canarios amamos indudablemente a nuestro país y sus bellezas, incluidos los más ricos. Quizás, incluso, los más ricos estén entre nuestras principales bellezas incomparables. Tal vez porque salvo convertirse en funcionarios, la mayoría de los isleños no sabe demasiado bien qué hacer con sus vidas, instalados entre la imprevisibilidad y la angustia, los canarios sienten una admiración incontenible por quien logra plantar un hijo, tener un libro y escribir un árbol, habilidades todas que caracterizan a nuestras aristocracias del parné.

Por lo general se me antoja más interesante lo que hacen las personas –empresarios o no– antes de morir que lo que ordenan que se haga con ellas después de fallecer. Personalmente me trae sin cuidado que llegado el momento me incineren, me entierren o me inscriban como militante difundo de Nueva Canarias (lo que son todos en NC actualmente). ¿Qué puñetero interés puede tener que tu cadáver se pudra, arda o le dé la razón a Carmelo Ramírez? Una vez muerto has desaparecido para siempre. Christopher Hitchens proponía en algún artículo que abandonáramos la palabra muerte paulatinamente, porque las religiones se la habían apropiado y estaba infectada de supersticiones y prejuicios. Uno no descansa en paz, porque el que descansa termina de hacerlo en algún momento y regresa a la actividad para cansarse de nuevo. Para descansar, tanto para cansarse, se necesita perentoriamente estar vivo. Hitchens proponía la palabra extinción como la más adecuada. Eso es exactamente lo que ocurre. Te extingues sin sueños, sin paradas, sin viajes, sin descansos. Nuestra muy precaria finitud es lo que convierte la vida en algo extraordinario, hermoso y terrible, placentero y decepcionante, portentoso e ínfimo, rutinario e impredecible.

Conocí a un hombre que pocos meses antes de fallecer, con las últimas fuerzas que le arrancó a una enfermedad terminal, tomó una decisión que nada tenía que ver con exequias, enterramientos ni contorsiones testamentarias. Decidió deshacerse de su biblioteca. No era una biblioteca muy grande, pero sí bastante selecta, porque tenía por costumbre –digna de Edmund Wilson– de excluir de su domicilio cualquier libro malo. Finalmente quiso ser más estricto y seleccionó sus cien libros favoritos: tampoco le quedaba tiempo para mucho más. Cada mañana tomaba uno, lo metía en una bolsa y salía a la calle. Antes de regresar a casa –agotado– había dejado el libro en una cafetería, en el banco de un parque, en el mostrador de una tienda que jamás volvería a visitar o, simplemente, al pie de la puerta de un bloque de apartamentos. Me lo contó cuando casi había terminado. «Hoy llegué a ver a un viejo recogiendo un libro de Spinoza en aquella cafetería», me dijo con su sonrisa cadavérica. «¿Y no es un desperdicio?», le comenté. Acentuó su sonrisa. «En nada piensa menos un hombre libre que en la muerte», susurró y se levantó muy lentamente y me dio un golpecito en el hombro.

Supe que había muerto no mucho tiempo después. Muy cerca de mi casa, sobre la acera, apoyado en una pared, encontré a primera hora de esa mañana de invierno un ejemplar de los sonetos de amor de Shakespeare en la traducción de García Calvo. Del interior cayó una foto. Era él hace muchísimos años, joven, fuerte, hermoso, sonriendo feliz mientras observaba su reflejo fugaz en el límpido charco de una playa.

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