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Alfonso González Jerez

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

Una suerrrte

La Palma está abocada a reinventarse económicamente y de la desgracia del volcán Tajogaite debería extraerse un debate amplio y transparente sobre las alternativas estratégicas de la economía palmera para las próximas décadas. Ciertamente se han celebrado algunas reuniones al respecto, pero con un escasísimo recorrido en el misérrimo espacio de la opinión pública de las islas. Mientras el diálogo sobre el futuro de La Palma sigue siendo casi siempre insuficiente, superficial e intrauterino se intenta extraer hasta la última gota turística del volcán y del desolador (y hermoso: la belleza y el dolor suelen abrazarse íntimamente) paisaje de coladas y cenizas que sepultaron casas, fincas, colegios, carreteras, plataneras. Básicamente se trata de excursiones guiadas hasta las cercanías de las bocas del volcán, en cuyo interior la temperatura sigue superando los mil grados centígrados. En las proximidades el aire sulfuroso impregna la respiración y su hediondez de huevos podridos causa emocionantes náuseas a los visitantes. Y eso es más o menos todo: cada día unos cuantos centenares de personas que patean un sendero de pocos kilómetros hasta acercarse a las fauces del Tajogaite, echarse unas fotos y volver al autobús. Nada más. Porque la calidad del turismo y el comercio en La Palma sigue siendo deplorable. Sospecho que es la isla con la fidelidad más baja entre los turistas que visitan el archipiélago.

El palmero detesta al turista como a un ave infectada por algún virus repugnante que vaya usted a saber cómo llegó a la isla. Por no meterme en líos citaré un lugar imaginario, Los Congojos, que cuenta con más de treinta años de experiencia turística. Treinta años en los que, con alguna que otra excepción muy meritoria, se ha despachado ineptitud, desidia y torpeza hasta aburrir.

Los Congojos ofrece tres playitas que no están mal si tienes el suficiente cuidado para no romperte los dedos de los pies con los pedruscos de la orilla. Me hospedé en un supuesto cuatro estrellas –pongamos el hotel el Peor Oleaje de Tu Vida– donde se desconocía la extraña costumbre de cambiar las sábanas y las toallas y barrer el suelo. El bar abierto junto a la piscina solo ofrecía hamburguesas y pizzas precongeladas y a las tres de la tarde echaba el cierre palmeramente. El diminuto gimnasio de techos bajos consistía en una polvorienta colección de aparatos herrumbrosos que parecían haber sido utilizado por Torquemada para torturar judíos petudos. Quizás el momento cumbre se alcanzó cuando después de una queja razonada el recepcionista indicó que todo se arreglaría enseguida y que si persistía alguna insatisfacción, caballero, la atendería con solo pulsar la extensión número 9 del teléfono de la habitación, lo que no era francamente difícil porque no existía ningún teléfono en la habitación. Todo era cotidianamente horrible, como un cuento de Kafka cantado a capella por Luis Morera. Para colmo una ministra se hospedaba en las inmediaciones y su esposo –que a veces me recordaba a Steven Seagal en su última película y otras a un rollito de primavera– me lanzaba miradas de asombro, indignación y furia jupiterina.

En el exterior no cambiaban sustancialmente las cosas. Restaurantes y bares y servicios anunciados en cartelerías y folletos y que ya no existen. Camareros que tutean a los clientes y les ordenan que esperen, espérate, espérate ahí, para no volver a acercarse más. En la playa más extensa puede encontrar un restaurante pero que no abre por la noche: cuando empieza a caer la tarde ahuyentan a los clientes, ya está, se acabó el bacilón, hagan el favor de levantarse. En la avenida marítima de Santa Cruz de La Palma, a apenas tres o cuatro kilómetros, más de un tercio de restaurantes y baretos no abren los domingos. La única agencia abierta en Los Congojos que ofrece rutas y expediciones la llevan unos alemanes que te miran alegremente a los ojos y te dicen:

–Es una suerrte vivirrr aquí.

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