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Reflexión

Guerras, pandemias y vacunas

A finales del XIX las pulmonías eran una causa importante de enfermedad y muerte. La teoría infecciosa cada vez tenía más aceptación mientras la miasmática daba los últimos coletazos. Había tenido un justo apoyo pues se observaba que en los lugares más concurridos y mal ventilados se producían más enfermedades. Se atribuía a la corrupción del ambiente. Para combatir las miasmas se fumigaban hogares y barrios. Mejor hubiera sido que mejorarán las condiciones de vida, que si no son causa directa de las enfermedades infecciosas, son contribuyentes importantes a que ocurran y cause daños graves. Cuando los gobiernos sacaron a los militares para fumigar las calles al comienzo de la pandemia covid, revivimos esa forma de combatir las infecciones. La bacteria que causa las pulmonías, y también las meningitis, se descubrió, a la vez, en 1880: Louis Pasteur y Sternberg, un médico militar, en Nueva Orleans. Solo 6 años más tarde, Fränkel obtuvo suero de conejos que habían pasado la pulmonía, lo inyecto a otros en un caldo con bacterias inactivadas y logró inmunidad: es la primera demostración de la inmunidad humoral.

Eso abrió el camino a tratamientos con suero de pacientes que hubieran padecido pulmonía como método preventivo. Pronto se vio que protegían contra algunas pulmonías y no otras: es que hay varios serotipos, cada uno con su capacidad infecciosa y su respuesta inmunológica. Dos investigadores en Alemania Neufeld y Händel cultivaban las bacterias con diferentes sueros. Observaron que algunas se hinchaban con unos y no con otros: esos sueros las «tipaban»: suerotipo. Pero además del suero, se investigaba con vacunas de bacterias inactivadas. A principios de siglo se comercializaban dos en EE.UU. si bien no se conocen estudios que sustenten su utilidad, la práctica parece que las sancionaba. Se vendieron hasta hasta la década de 1960. El primer estudio que evalúa su utilidad se realizó en Sudáfrica donde la pulmonía hacía estragos entre los mineros, unas pérdidas que los propietarios no podían resistir. Wright, inyectó dos dosis diplococcus pneumoniae (ahora se denomina streptococcus pneumoniae )inactivado. Consiguió reducir la incidencia de pulmonía en el 50% respecto al control. Varios factores impidieron tener más éxito, el más importante, el serotipo; también la dosis. La pandemia de la gripe de 1919 produjo una explosión en la fabricación de vacunas. Las había de todo tipo, con diferentes mezclas de bacterias inactivadas. No se sabía que la causa era un virus, influenzae, y que las vacunas bacterianas no lo afectaban. Hasta cierto punto. Porque las antineumocócicas evitaban una complicación que casi siempre era la mortal: la pulmonía. Así que la eficacia de la vacuna era por otra vía. La carrera por resolver el problema de las pulmonías implicó a muchas instituciones. En el Instituto Rockefeller se demostró que eran los antígenos de la pared celular, unos polisacáridos o azúcares complejos, los responsables de los serotipos, pero fue en el instituto Koch de Alemania donde se observó su capacidad antigénica: nacía una nueva forma de hacer vacunas. Era 1927 . Hubo que esperar hasta 1940 para comparar la eficacia de las vacunas polisacáridas frente a las de bacterias muertas. Se inyectó a soldados una y otra ambas con los serotipos 1 y 2 y se demostró que no había diferencias. La guerra mundial, que había acelerado la producción de penicilina, tan necesaria para curar las heridas, también dio lugar al florecimiento de las vacunas polisacáridas con varios serotipos. Pero había un problema. Estas vacunas no son eficaces en niños menores de 2 años.

En 1929 a Avery, del Instituto Rockfeller ya se le había ocurrió acoplar una proteína al polisacárido para hacer más potente la inmunidad. Esta experiencia se resucitó en la década de 1980.

Los investigadores conjugaron varios tipos de proteínas con los polisacáridos de las cápsulas de s. pneunoniae y haemofilus influenzae b. Utilizaron como trasportadores además de la albumina como había hecho Avery, toxoide tetánico, diftérico, colérico etc. Funcionó. La primera vacuna conjugada con licencia fue la de h. influenzae b en 1987. Y la del neumococo no se comercializó hasta 2000 con diferentes formulaciones de antígenos y proteína trasportadora.

Una novedad es la vacuna conjugada Soberana 02 desarrollada por el Instituto Finley de Cuba. El virus Sars.CoV.2 no tiene una cápsula polisacárida y su inmunogenicidad se basa en una proteína de la espícula. Es la llave que usa para entrar en las células que tienen esa cerradura. Una vez dentro, el virus navega por el interior hasta llegar al ADN que coloniza. Lo obliga a replicarse, creando millones de virus que rompen la célula e invaden la sangre. Para frenarlo: poner una capucha a la espícula. Son los anticuerpos. Ellos pensaron en crearlos inyectando un fragmento de la proteína conjugada con un trasportador. Según nos dicen, consiguen una eficacia del 60% con dos dosis, eficacia que llega al 91% si el refuerzo es con Soberana plus que es una formulación diferente: compuesta por subunidades proteicas del virus cultivadas en en células de ovario de hámster. No es tecnología nueva, se fabrican así otras vacuas, por ejemplo, de la hepatitis B.

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