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observatorio

Los pinchazos o cómo generar pánico

Este verano el ocio nocturno ha pasado a la primera página por los pinchazos recibidos en estos contextos, que han sido reportados por muchas chicas y mujeres en nuestro país. La práctica se conocía ya en otros países europeos. Esta cuestión ha sido ampliamente comentada y analizada en los medios de comunicación tradicionales y también en redes sociales; del mismo modo se ha extendido a la ciudadanía y se ha convertido en una cuestión muy mediática, con los efectos que suelen darse en estos casos y que intento analizar aquí.

La buena noticia es que, en Catalunya, el Govern ha conseguido poner de acuerdo tres conselleries en tiempo récord y diseñar y difundir un protocolo de actuación para profesionales de las diferentes instituciones implicadas y también para la ciudadanía. Ello, en sí mismo, debería contribuir a dimensionar el fenómeno y a poner el foco donde se debe. Más allá de esta buena actuación política, que debemos reconocer, hay que observar este fenómeno a otros niveles.

Por un lado, situar la responsabilidad principal en los perpetradores de los pinchazos y no responsabilizar nuevamente a las mujeres que los reciben. Pocos análisis he visto hasta ahora sobre cómo y por qué se ha iniciado esta práctica y cómo y por qué se ha extendido. En esta extensión del fenómeno habrá que reflexionar sobre qué papel puede jugar la imitación, a medida que se amplifica la popularidad y relevancia social y mediática del fenómeno hablando de ello. Algunas preguntas para la reflexión: ¿Podemos plantearnos si puede tener algún prestigio entre algunos chicos jóvenes realizar esta práctica? ¿Puede convertirse en un ritual de masculinidad patriarcal, con el que generar miedo a las chicas? Habría que explorarlo.

La falta de reflexión en torno al ejercicio de esta violencia de carácter machista nos lleva a otro nivel de análisis que es, desde mi punto de vista, el más importante en esta cuestión; cómo el discurso sobre la situación ha generado un estado de pánico que impacta directamente en las chicas, mujeres jóvenes y adultas y limita su libertad de movimiento en los espacios de ocio nocturno, una vez más. Estamos muy hartas de escuchar estos relatos, donde recae siempre sobre nosotras la responsabilidad de nuestra protección ante las violencias o que sitúan en las fuerzas de seguridad la obligación de protegernos; estas propuestas nos retornan a la categoría de sujetos que necesitan ser protegidos y, con esta excusa, se ejerce un control social sobre nuestras vidas.

La práctica de pinchar a las mujeres mientras se divierten es un ejercicio de dominación patriarcal que tiene como objetivo, en sí mismo, sembrar la alerta, el pánico y, en definitiva, disuadir a las mujeres de que ejerzan su derecho a salir de noche. Pero habrá que hacer crítica y autocrítica sobre cómo los medios tradicionales, las redes y algunas opiniones profesionales han alimentado este estado de pánico, vinculando directamente estos pinchazos a las agresiones sexuales. A día de hoy, no se ha confirmado la asociación concreta de un pinchazo con una agresión sexual. Esto no significa que no sea una violencia a erradicar, ni que se confirme la vinculación en los próximos días, pero me gustaría ahondar en cómo tratamos las violencias sexuales en nuestras narrativas. Volvemos a caer en los mitos sobre las violencias sexuales: un desconocido, una aguja sin nombre ni rostro encarna el pánico abstracto a la violencia sexual. Sin embargo, sabemos que la mayoría de los casos de agresiones sexuales (sobre los que tenemos información y sabiendo que es un fenómeno infradeclarado) son perpetradas por hombres conocidos; con nombre y rostro y, justamente por eso, a menudo son agresiones a las que no somos capaces de ponerle esa etiqueta de «agresión sexual» porque no la podemos reconocer como tal. Este es, desgraciadamente, el poder negativo del relato cuando no va a las causas profundas: construir un imaginario sobre las agresiones sexuales centrado en lo desconocido: «hombre encapuchado en la calle», hombre desconocido en la calle o en espacios de ocio públicos, agujas sin cara, manos que adulteran nuestra bebida, etcétera. Pero mucho menos se habla de agresiones en nuestras propias casas, de hombres de toda nuestra confianza. Aún parece un tabú.

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