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Acuérdate de Afganistán

La vorágine de acontecimientos hace que la percepción del tiempo se distorsione, pero hace todo un año, apenas un año, que el estómago se nos encogía viendo la estampida de afganos por las pistas de despegue del aeropuerto de Kabul, tratando de asirse a alguno de los aviones del dispositivo de evacuación. Algunos cayeron al vacío. Otros se deshacían de sus hijos pasándolos a cualquiera al otro lado de una alambrada con tal de evitarles lo que estaba por venir. Porque un futuro desconocido era mejor que el viaje al pasado que ya habían conocido y sufrido los hombres, y aún más… las mujeres.

Estados Unidos daba por finiquitada tras veinte años la misión en Afganistán –con el respaldo de la OTAN–: declarar, tras el 11S, la guerra del terror a la guerra santa –malditas todas las guerras–, con el anuncio de «derrocar al régimen talibán y establecer la democracia» primero y, viendo que la cosa se complicaba, virando a un «formar a la policía y al ejército afganos en la lucha antiterrorista» después. Ah, y ya que estaban, vengar a cada responsable de los atentados del 11S. Con lo que no contaba EE. UU. era con que estos cuerpos de defensa recién formados se desmoronarían tan rápidamente y a la vista de todos, antes incluso de que se alcanzara la fecha límite para la retirada.

Una salida tan desastrosa como humillante de la primera potencia mundial hizo que muchos volvieran a cuestionarse el desorbitado coste en dinero de los contribuyentes y, daños colaterales, en vidas humanas. Por eso cuesta atribuir a la coincidencia la precisión de que exactamente un año después de la retirada, la mañana del 31 de julio en Kabul, dos misiles teledirigidos acabaran con la vida de Ayman al Zawahiri, sucesor de Osama bin Laden al frente de Al Qaeda y considerado el verdadero cerebro tras los atentados del 11S. Veintiún años después y sin «derrocar al régimen talibán y establecer la democracia», pareciera que la guerra, la invasión y el abandono, estuvieran más enfocados en los intereses particulares y políticos de Estados Unidos que de Afganistán, pero que nada nos arruine un titular de final feliz.

Algún día habrá que estudiar seriamente la relación que existe entre las intervenciones en nombre de la paz que acaban en desastres con el auspicio del imperio estadounidense –¿he comentado ya lo del respaldo de la OTAN?, ¿y lo de que malditas sean todas las guerras?–, haciendo cada vez más grande la bola de inestabilidad mundial.

Porque la presencia del líder de Al Qaeda en Kabul apenas incumplía el primero de los puntos del acuerdo de paz (Doha), entre EE. UU. y el gobierno talibán firmado en 2020 con Trump como presidente: «La no utilización de suelo afgano como cobijo para individuos o grupos que fueran una amenaza contra EE. UU. y sus aliados».

A quién podía sorprender. Todos vimos a los líderes talibanes mentir a la comunidad internacional apenas dos días después de tomar la capital, pidiendo su reconocimiento porque, esta vez sí, respetarían todos los derechos de las mujeres «siempre que cumplan con la ley islámica». Un oxímoron para quienes planeaban llevar la sharía hasta la más misógina de sus interpretaciones. Los escasos avances logrados para las afganas a lo largo de veinte años se esfumaron en un momento.

El Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas en un reciente comunicado pedía a los talibanes que revirtieran rápidamente las políticas y prácticas que actualmente restringen los derechos humanos y las libertades fundamentales de las mujeres y niñas afganas y reabrieran urgentemente sus escuelas.

Eldiario.es titulaba así su análisis de este primer año: «La vida en Afganistán un año después de la vuelta de los talibanes: Golpean a las niñas solo por sonreír». Y eso que no pareciera que les queden motivos para sonreír… RAWA, la Asociación Revolucionaria de Mujeres de Afganistán, que lucha desde 1977 por que se alcancen en Afganistán los derechos humanos, los valores democráticos y la justicia social, denuncia algunas de estas prohibiciones a las que se ven sometidas las mujeres bajo esta guía moral talibán de la conducta:

Prohibición de reír en voz alta (ningún extraño debe oír la voz de una mujer).

Prohibición de llevar zapatos que pueden producir sonido al caminar (un varón no debe oír los pasos de una mujer).

Prohibición de asomarse a los balcones de sus pisos o casas.

Opacidad obligatoria de todas las ventanas (las mujeres no puedan ser vistas desde fuera de sus hogares).

Prohibición de imágenes de mujeres impresas en revistas y libros, o colgadas en los muros de tiendas o en los propios hogares.

Ocultas. Borradas. Pero hay algo más aterrador que todas estas misóginas, inhumanas, atroces normas: que entre la vorágine de acontecimientos que hace que la percepción del tiempo se distorsione y la vida pase… el mundo se olvide de Afganistán. Que a fuerza de no verlas, olvidemos a las mujeres y las niñas afganas, abandonándolas en el infierno.

@otropostdata

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