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Caleidoscopio

María deRuidelamas

De todas las que he escrito, y han sido muchas, la frase de mis libros que más trabajo ha dado a mis traductores para verterla a sus idiomas respectivos es la que pone fin a La lluvia amarilla, mi novela más reeditada y leída: «La noche queda para quien es». La frase, que es la mejor del libro, es la única que no me pertenece. Se la debo a una mujer, María Brañas Vidal (María de Ruidelamas por ser la última habitante de esa aldea en el concejo de Balboa, en las montañas que separan León de Galicia), quien me la dijo en una ocasión, hace ya 35 años, cuando la visité con motivo de escribir un artículo sobre los efectos de un temporal de nieve que había dejado aislada durante días toda la zona.

Apoyada en la puerta de su casa, la única de cuya chimenea salía humo, la mujer nos advirtió a mí y a mis acompañantes (el fotógrafo del periódico, el cartero de Balboa y dos amigos) de los peligros de andar de noche por aquellas carreteras llenas de nieve, y lo hizo con aquella frase que yo después llevé a mi novela para felicidad de muchos lectores de ella y para quebradero de cabeza de sus traductores, a los que su ambigüedad sintáctica, su indefinición galaica (¿para quién queda la noche: para los lobos, para el diablo, para los ladrones, para las almas en pena?) y su rotundidad final, pues es la que cierra el libro, les ha hecho dudar mucho, incluso a algunos les ha llevado a ponerse en contacto conmigo para que se la aclarara, cosa imposible, pues tampoco yo sabría traducirla al castellano. Pues bien, la dueña de esa frase, María de Ruidelamas, acaba de morir en La Portela, cerca de donde vivió siempre y donde terminó acogida por una hija amorosa, a punto de cumplir 102 años.

El verano pasado yo la visité para darle las gracias por su regalo literario, del que ella nunca fue consciente. Ni lo era ahora, pues ya estaba fuera de la realidad y no entendía lo que le decía aquel forastero que la hablaba de 35 años atrás y de una nevada histórica (¡cuántas no viviría ella como para acordarse de una!) y le regalaba un libro que no leería ya. Sus manos y las de la portada de este eran parecidas, pero la mirada de María estaba muy lejos, quizá tan lejos como viviera siempre. Durante 35 años me había acordado muchas veces de ella, tantas como los traductores de La lluvia amarilla me preguntaban por la frase final o la escuchaba decir a los actores de sus dos adaptaciones teatrales o a alguien que la leía en público, pero nunca había vuelto a ver a su autora, pensaba que ya no viviría, pues mi recuerdo de ella en aquel anochecer nevado era el de una mujer muy mayor. Pero vivía.

Por una serie de azares la primavera pasada me llegó la noticia de que María de Ruidelamas, con 100 años, aún vivía y en cuanto pude la fui a visitar y a llevarle la novela cuya mejor y más importante frase ella escribió sin saberlo.

Me alegro de haberlo hecho tanto como ahora me entristece escribir esta despedida que en su caso cobra una doble dimensión: porque la noche, en efecto, queda para quien es y porque la literatura es de quien la crea, no de los escritores que nos la apropiamos. Y María de Ruidelamas, que vivió la lluvia amarilla de verdad, merece que se le reconozca su autoría aunque nunca leyera una novela que sin ella no habría tenido un final perfecto.

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