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Humberto Hernández

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Humberto Hernández

Las malas palabras: de las purgas a los expurgos

Para un filólogo no hay buenas ni malas palabras, pues todas tienen una función tan importante y necesaria en la comunicación que ninguna puede ser objeto de valoración positiva o negativa. Tan imprescindibles son el sustantivo libro y el adjetivo interesante como lo son la preposición por y la conjunción y. Todas las palabras de todas las categorías son absolutamente necesarias, y no hay verbo malo ni adverbio bueno; afrontar el estudio de la lengua con tales prejuicios restaría todo valor científico a las ciencias del lenguaje.

Sin embargo, los propios lingüistas hablamos, a veces, de palabras buenas y palabras malas, y así lo hizo, por ejemplo, Ángel Rosenblat cuando tituló su extraordinaria colección de artículos (Buenas y malas palabras en el castellano de Venezuela, Ediciones. Edime, Caracas / Madrid, 1956), o nuestro admirado profesor y académico, Antonio Lorenzo Ramos, que nos acaba de sorprender con un conjunto de relatos que, con título similar, lo confirman como un extraordinario narrador que viene a enriquecer el actual panorama literario elevando a la máxima categoría nuestra modalidad lingüística canaria y cuya lectura recomiendo vivamente (Buenas y malas palabras, Ediciones Idea / Ediciones Ágora, Santa Cruz de Tenerife, 2021).

Pero tanto Ángel Rosenblat en sus artículos lingüísticos como Antonio Lorenzo en sus literarias narraciones no dejan de reconocer que desde un punto de vista personal y social sí que caben estas valoraciones subjetivas. Y no es preciso retrotraernos a nuestra experiencia infantil y juvenil para demostrar la existencia de las malas palabras, o las palabrotas, que no podían decirse por constituir falta pecaminosa, aunque fuera venial, y cuya mención era con frecuencia motivo de castigo, a veces doloroso. Ignoraban nuestros maestros y nuestros padres que gracias a estas malas palabras (coño, pedo, culo…) adquirimos las habilidades en el uso del diccionario que el propio sistema educativo se había olvidado de proporcionarnos.

Es inevitable que con Dámaso Alonso me sienta en comunión con tantos hispanohablantes cuando pronuncio, recitando, las buenas palabras amor, madre, hermano, amigo de su excelente poema Hermanos (1958). O que con Luis Feria comparta la sugestiva resonancia de las palabras arándano, ánfora, oropéndola, anaconda, arrayán, sándalo, tarántula, gárgola; o entienda su extrañeza de niño cuando se encontró con paralelepípedo, prestidigitador o antropopiteco. También a mí, hoy, me siguen pareciendo graciosas sirimiri o titiritero (Las palabras, en Más que el mar, 1986).

Ahora, de mayores, y para salvar nuestro filológico criterio, echamos mano de socorridos tópicos, como el de que no hay palabra mal dicha sino mal entendida. Pero a mí me cuesta separar mi condición de filólogo de la de ser social, pensante y crítico, que observa cómo en su entorno se manipulan las palabras hasta el punto de que se vuelven malas, como ocurre con las de «curso legal cuando imponen vasallaje», leemos en uno de los relatos de Antonio Lorenzo. Y me parecen malas palabras, y las rechazo, muchas de las que presentan el sufijo -fobia (aporofobia, homofobia, xenofobia) o -cidio (feminicidio, fratricidio, genocidio, parricidio, uxoricidio). Y se explica semánticamente tal percepción porque etimológicamente los citados sufijos significan, respectivamente, temor y acción de matar. Sorprende, por otra parte, cómo de orígenes más dignos desde la perspectiva histórica existan palabras cuyas connotaciones negativas han terminado por sobreponerse a las originales y mejor consideradas, como viene ocurriendo con voces que se han formado a partir del verbo latino purgare.

De purgare, cuyo significado es limpiar, purificar, derivan, entre otras, purga, purgatorio y expurgo. Y ha sido esta última, expurgo, la que ha llamado mi atención hacia esta familia léxica cuando me he encontrado con el neologismo en sede universitaria: «No estamos por la labor de recibir donaciones de libros», o algo así, me dice la amable bibliotecaria cuando le propongo que acoja en sus anaqueles un buen número de manuales que por diversas razones no pueden permanecer en mi despacho de la Facultad: «Ahora la consigna es el expurgo», remata. Y, aunque por el contexto uno puede ir descodificando la terrible resolución, acudo a los diccionarios para confirmar si lo que he oído es lo que he debido escuchar. Pero no, los diccionarios no incluyen registro alguno acerca de esta nueva acepción de expurgo procedente, sin duda, de la terminología de la Biblioteconomía y que puede definirse como «proceso mediante el cual se retiran o eliminan determinados fondos de las bibliotecas».

Los fines, pensando bien, no deberían ser otros que los de liberar espacio para que lo ocupen nuevas publicaciones, aunque siguiendo, por analogía, el procedimiento de otras entidades e instituciones, y pensando mal, el expurgo podría esconder otras razones de tipo economicista y pragmático: menos libros en soporte papel, menos bibliotecarios y, al final, desaparición de la biblioteca, que habrá de ser sustituida por una aséptica sala, fría e inane, incolora, inodora e insípida, con ordenadores (im)personales: todo lo contrario, exactamente, a lo que, por lo menos a mí, me inspira la cultura. (Recomiendo aquí la lectura del excelente artículo de José María Guelbenzu Tocar un libro, El País, 13/03/2001).

Frente a los expurgos yo observo actitudes que pudieran delatar cierta hipocresía cultural, pues al tiempo que se anima y se favorece la digitalización descontrolada sin que reaccionemos para su racionalización, nos alineamos con quienes siguen lamentando la desaparición de la Biblioteca de Alejandría, con quienes se admiran ante la magnitud de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (cuarenta millones de libros, casi setenta millones de manuscritos…) y con los lectores y cinéfilos de Fahrenheit 451 que piensan que el argumento de Bradbury puede considerarse todavía una distopía, porque, querámoslo o no, estos son los doscientos y pico grados centígrados a los que van a arder gran parte de la riqueza cultural de nuestras bibliotecas.

Comentaba más arriba los derroteros semánticos de los derivados de la familia purgar. Cómo del sustantivo purga resuena con mayor fuerza el peor de sus sentidos: «remoción o eliminación de personas consideradas peligrosas o indeseables por parte de los líderes de un gobierno u otra organización política o religiosa»; y algo similar sucede con purgación. Ahora son expurgar y expurgo los que se apuntan a esta denigratoria campaña semántica que las convierte en malas palabras, aunque nos consuela, por lo menos, el hecho de que, si bien proliferan los expurgos, la actividad del purgatorio es muy baja, según información de toda solvencia procedente de fuentes vaticanas.

Y esta información se agradece en medio de la fuerte canícula que estamos padeciendo.

Feliz verano.

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