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El retorno de la industria musical

El confinamiento de la pandemia dio paso a una etapa en la que el consumo de la música, literatura, cine y arte vía redes sociales, citas programadas, visitas virtuales a museos, acceso a fondos digitales, webs de fundaciones, talleres o conferencias alcanzó cifras récord, nunca vistas durante un estado de normalidad. El nuevo orden cultural, controlado desde el domicilio por los usuarios, parecía que iba a quedarse y que la presencialidad quedaría superada. No ha sido así, aunque sí es verdad que la experiencia ha sido útil para aumentar la conectividad y para extender el intercambio de conocimientos más allá de las fronteras.

Tras el final de las limitaciones sociosanitarias, uno de los sectores que ha vuelto con fuerza ha sido el de la música en directo y sus grandes festivales. Unos aforos deseosos de desquitarse tras dos años de silencio demuestran que hay eventos, como los musicales, que están vinculados al fenómeno de masas, al espectáculo y a los rituales asociativos de sus fieles, condiciones inalcanzables con la modalidad online. De hecho, nada más abrirse la espita, la estampida hacia los recintos no se ha hecho esperar, pese a que el virus todavía hace estragos, un mal menor –con las vacunas pertinentes– frente al placer de volver a estar junto al ídolo.

La nostalgia por retornar al territorio del directo ha sido uno de las señas de identidad de los largos meses de pandemia, donde la ausencia se amortiguó con descargas, tanto en audio como en vídeo, sobre todo de festivales que habían dejado huella y marca en los archivos. Una situación colectiva de frustración, que, bajo la creencia de que nada volvería a ser igual, provocó un fenómeno editorial en torno a las biografías de las grandes estrellas de la música o a un sembrado de series en plataformas dedicadas al rescate de sus vidas y obras. Las premoniciones sobre el futuro no eran nada halagüeñas: una ola venía detrás de otra, y los escenarios se oxidaban.

Pero llegó el retorno. Una vuelta que algunas corporaciones públicas han querido animar con planes de subvenciones, dedicadas a engrasar el tejido productivo en torno a la cultura y para paliar los daños ocasionados por la parálisis. Los meses de pandemia han supuesto un antes y después, sobre todo para el sector musical, que tiene tras de sí a un relevante número de especialistas para llevar a buen puerto la organización de los grandes conciertos. La movilización de material, la seguridad, la infraestructura acústica, el cumplimiento de los trámites administrativos y el transporte, entre otros aspectos, conlleva la puesta en marcha de una logística afinada, que debe ser afrontada casi siempre con lo recaudado en taquilla.

Muchas de las empresas especializadas han desaparecido o quedaron al ralentí con la crisis del covid. En algunos casos pusieron en venta sus herramientas de trabajo para poder sobrevivir, o bien tuvieron que despedir a parte o a todos sus empleados. Por tanto, el retorno de la música en directo está plagado de complicaciones que no han tardado en llegar al mercado, y que se materializan con suspensiones a nivel nacional de conciertos cuya producción no pueden superar la coyuntura.

En paralelo, siguen adelante encuentros musicales que reúnen a miles de personas en un contexto donde más que nunca hay que calibrar el aforo, y no dejarse llevar por la inercia de que después de la pandemia todo se llena. En el sector ya empiezan a circular pinchazos sonados, una prueba de que se vive una burbuja de la se salvan los grandes y se quedan atrás los pequeños.

Coser las heridas de la industria musical debe constituirse como una prioridad para los llamados planes de salvación de la Unión Europea. No se trata únicamente de una cuestión económica o de recuperación de un segmento laboral, sino de contribuir al desarrollo de la cultura urbana, entendida como motor para el desarrollo humano y social, pero también para el turismo y todo lo que se mueve en torno al mismo. Nadie discute a estas alturas la capacidad movilizadora de los grandes conciertos, tampoco los beneficios inmateriales que producen, como que una determinada cita se convierta en un referente generacional y las derivaciones divulgativas que la misma pueda tener.

Debido a su carácter insular, el Archipiélago canario está en peores condiciones para abordar el día después de la pandemia en el capítulo de la organización de eventos musicales. A nadie se le esconde que la producción tiene un sobrecoste por la insularidad, que encarece la movilidad, la mano de obra o el traslado del material. La condición ultraperiférica nos deja fuera de los grandes circuitos y con ganas de alcanzar la cima de los Rolling Stones, por citar la más alta. Este aislamiento se ha visto edulcorado por la bajada de precios en los billetes de avión, un aumento indudable de las conexiones que ha quedado en entredicho con las repercusiones de la guerra de Ucrania.

La debilidad cultural de los canarios, coartados en su capacidad para acceder al bien, debe ser compensada a través del apoyo del presupuesto que las instituciones públicas dedican a la cultura. No es la única salida. Hace falta complementarla por la vía fiscal, incrustando a través del instrumento del REF las herramientas necesarias para abaratar costes y hacer accesible un capítulo tan cohesionador como es el cultural, y dentro de él los conciertos musicales. Ya tenemos una ventajas en la producción cinematográfica, pero no es suficiente, hay que extenderla a otros géneros.

La larga pandemia aceleró como nunca el acceso a la información y a los contenidos culturales, una eclosión por un motivo infeliz, pero todo un laboratorio para conocer las tendencias en confinamiento. Una vez terminada esa etapa empieza a rodar una nueva, aunque con la experiencia de los meses de encierro. El combinado es explosivo, no hay freno alguno contra la expansión, y una de las más relevantes es el fenómeno de la industria musical sin cortapisas, de cifras gigantescas en vatios y asistentes.

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