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Juan José Millás

Mis maldades

Me despertó a las tres de la madrugada uno de esos focos de los helicópteros de la policía. Me extrañó no escuchar el ruido de las aspas, de modo que miré con más atención y resultó que el foco era la Luna. Estaba ahí completamente llena de sí, frente a la ventana de mi dormitorio, iluminándolo tétricamente. Me recordó por su blancura y redondez a un ansiolítico, así que me abrió las ganas de tomarme uno y eso es lo que hice. Luego volví a acostarme bocarriba, con los ojos abiertos, observando cómo el satélite se desplazaba lentamente hasta que se salió del encuadre de la ventana y dejé de verlo, aunque su luz vicaria continuó blanqueando las paredes de la habitación como blanquea las tapias de los cementerios.

Me encontraba sereno, gracias al ansiolítico, aunque había perdido completamente el sueño. Entonces me pareció escuchar una conversación en medio de la noche. Pero tampoco era una conversación, sino una brisa nocturna que al atravesar las copas de los árboles producía esa impresión. Desesperado, encendí la luz y cogí un libro, pero no soy de leer en la cama, por lo que lo abandoné en seguida y cerré los ojos y comencé a pensar en mi vida. Curiosamente, solo me venían a la memoria recuerdos de los que me avergonzaba. Recuerdos de todas las épocas, pues en todas las épocas he hecho cosas de las que me avergüenzo.

También he hecho cosas buenas, me dije. ¿Por qué no pienso en ellas? No pensaba en ellas, me respondí, porque el pensamiento funcionaba al margen de mi voluntad, como manejado a control remoto por alguien al que puse el rostro del comisario Villarejo, ese hombre malo que lleva meses recordando los peores momentos de su vida profesional, de su vida política y de su vida conyugal a las mujeres y a los hombres malos de este mundo. Mis perversiones, comparadas con las que salen en los audios de Villarejo, son una tontería. Aun así, sentí tanto arrepentimiento que volví a por otro ansiolítico. Antes de llevármelo a la boca lo estuve contemplando entre los dedos y me pareció una Luna pequeña que partí en dos mitades para tomarme solo una de ellas. Pensé entonces que los ansiolíticos, igual que nuestro satélite, tienen fases y que el que yo había ingerido se encontraba en cuarto creciente. Entre unas cosas y otras, amaneció y entonces me entró el sueño.

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