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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

Desde Ganímedes con amor

Una vez conocí a un tipo que decía venir de Ganímedes.

Yo debía tener unos 16 o 17 años y una de mis amigas de aquel entonces se enamoró de un jefe suyo con cara de ratón y afición por lo paranormal. Así que, con ese ímpetu de la juventud y queriendo atraer su atención, se entregó, primero, a leer a Castaneda y luego se dio a la ufología.

Total, que un día me viene con la historia de que ha conocido a un auténtico extraterrestre venido de Ganímedes. Ella lo ha identificado enseguida, porque tiene la cara ancha y los ojos almendrados y separados, tal y como describen los libros que ahora frecuenta. Y porque él se lo ha confesado y, para demostrárselo, ha hecho un par de trucos de adivinación. Han quedado varias veces para salir y, como él tiene coche, la ha llevado a sitios estupendos de la isla —cumbres, barrancos, sitios de alienígena, vaya— donde han hablado largo y tendido y, aunque no han tenido ningún contacto, ni físico ni metafísico, ella ha sentido que no es de este mundo. Le digo que como truco para ligar me parece un poco arriesgado, pero me mira muy seria y me dice: «te lo voy a presentar para que lo compruebes por ti misma».

Y me lo presenta. Y me encuentro con un tipo rancio, peinado con la raya a un lado, que lleva una camisa abrochada hasta el cuello y lo mismo puede tener 18 años que 52. Yo pienso, entonces, que para venir de una luna de Júpiter se parece demasiado a un radioaficionado de Somosierra que conocí un día en La Laguna, pero no digo nada, claro.

La cosa es que el de Ganímedes me propone ir a dar una vuelta —supongo que harto de que mi amiga en lugar de caer en sus redes le pregunte sobre las costumbres de su especie— y le digo que sí, un poco por inconsciencia y otro poco por las risas.

Me sugiere ir a dar un paseo por Las Teresitas y le propongo, a cambio, que tomemos algo en la avenida de Anaga, que corre más aire. En lugar de eso, me da unas veinte vueltas a la rambla y me voy dando cuenta de que no se quiere gastar un duro en una cocacola. Sinceramente, no me esperaba ese gesto tan mezquino en alguien que ha atravesado el Sistema Solar.

En ese interminable paseo rambla arriba y rambla abajo se pone a cantarme Historia de un amor, no sé si en la versión de Los Panchos o en la de David Hasselhoff. Entona engolado y terriblemente cursi, encantado de conocerse, y me mira como para ver si estoy ya rendida o tiene que perpetrar algún otro tema. Entonces me ofrece el plan de aparcar, comprar una botella de agua en un kiosko y sentarnos en un banco. El agua la pago yo porque, oh, sorpresa, él no lleva suelto. No ha habido aún una sola mención a Ganímedes ni a sus poderes paranormales ni a nada que se le parezca. Eso solo puede significar dos cosas, me digo: o no le gusto nada o se ha dado cuenta de que me estoy aguantando la risa desde que subí al coche.

De pronto me dice que tiene que ir al baño y que va a buscar un bar. Así que aprovecho para salir escopeteada en el que creo que ha sido mi récord hasta hoy en carrera sin obstáculos.

Años después me entero de que el tipo ha ido depurando su técnica para intentar aparearse y el cuento de Ganímedes se ha transformado en el cuento de una enfermedad incurable.

Y, mira, ahí se me quita la risa de golpe porque ni Carlos Jesús con sus 13 millones de naves cayó nunca tan bajo.

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