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Ghislaine Maxwell | traficante sexual de menores

La proxeneta del pederasta

Ghislaine (déjese de tonterías y pronuncie Guis-la-i-ne) Maxwell pronunció una selecta conferencia TED, solemne y convincente en su defensa de las profundidades marinas. Cuando salía a la superficie, el chófer de Jeffrey Epstein paseaba a la heredera británica en el asiento de atrás de la limusina, por las calles de Miami. Vigilaban la salida de los colegios para captar a alumnas adolescentes que pudieran saciar la voracidad sexual de su jefe, mecenas, pareja, socio, táchese lo que no proceda. Lo que procesa ahora mismo es una pena de veinte años de cárcel por tráfico sexual de menores, que no encaja en su biografía de licenciada por Oxford.

La gira de la proxeneta del pederasta en el coche con chófer se prolongaba por los prostíbulos de Miami, donde Ghislaine dejaba su tarjeta para contactar con nuevas capturas, porque su amo y señor exigía una dieta de tres mujeres por jornada. Qué necesidad tenía la hija favorita del editor Robert Maxwell, propietario del Daily Mirror londinense y del New York Post. Cuando el judío checoslovaco instalado en Londres compró un yate, lo llamó Lady Ghislaine. Lo tenía atracado en el Club de Mar de Palma. De allí zarpó en la travesía que se zanjaría en Canarias, con la muerte del empresario y posible espía israelí al caer por la borda en sinuosas circunstancias. Para los amigos de conexiones psicoanalíticas, Robert Maxwell frecuentaba los burdeles próximos al atraque de su yate, su hija de magnetismo glacial procuraba chicas demasiado jóvenes a una reencarnación de la figura paterna. Qué necesidad tenía. La respuesta sobre la sumisión de Ghislaine a Epstein me la dio tal vez Erica Jong, en la Valldemossa donde George Sand y Chopin padecieron un invierno infernal. La norteamericana había escrito en su seminal Miedo a volar que «toda mujer adora a un fascista», y confesó que «me ha pasado muchas veces. La sumisión es una parte de la pasión, y de eso no se escapa el varón. Solo puedes amar si te rindes completamente al otro».

Epstein necesitaba a Ghislaine para introducirse en los círculos privilegiados. La proxeneta disponía de 18 teléfonos de Sarah Ferguson y Andrés de Inglaterra, el hijo favorito de Isabel II. La Madame Maxwell tenía línea directa con el castillo escocés de Balmoral, residencia regia donde fue recibido el magnate estadounidense que solo tenía dinero. Y que recompensó la devoción de su reclutadora regalándole un helicóptero, que la encendida admiradora del comandante Cousteau aprendió a pilotar.

Qué necesidad tenía. La misma urgencia que Bill Gates, mohíno hoy cuando accede a entrevistas televisadas para purgar la relación que envenenó su matrimonio. Por la tarde te deleitas con el Codex Leicester de Da Vinci que has comprado por treinta millones, por la noche alternas con Epstein en la mansión neoyorquina que poseía del ático al sótano, o en su isla privada del Caribe. Burdeles de una pieza. La dama y el gañán, la intelectual al servicio de amigos de Epstein como Donald Trump o el pobre príncipe Andrés, que le cuenta a la BBC que aquel día no podría haberlo pasado con Virginia Giuffre de 17 años, porque había ido a comer pizza con sus hijos. O que el testimonio que describe su cuerpo sudoroso peca de incierto, porque padece una enfermedad que paraliza sus glándulas sudoríparas.

La obscenidad glandular del royal inglés le ha supuesto solo multas millonarias, la factura de Ghislaine incluye cárcel. Tras el oportuno suicidio de Epstein, recibido con alivio por sus amigos Gates, Bill Clinton y el primer ministro israelí Ehud Olmert, el avistamiento de la proxeneta recoge su imagen leyendo un libro. La élite cultural al servicio de la sordidez.

Antes de Epstein, la hija de Robert Maxwell hubiera ganado cualquier concurso sobre las virtudes de la mujer contemporánea empoderada, independiente y liberal. Como antídoto a su seducción por el abismo, se requiere el testimonio de otra mujer inteligente, devota de su esposo y que fue golpeada en su matrimonio por el multimillonario diabólico. Melinda Gates es la empleada de Microsoft que se casó con el propietario, una relación que hoy les hubiera costado el despido a ambos, y que se divorció por culpa de la amistad de Bill Gates con Epstein. Quiso conocer en persona al causante de su desgracia, y lo describe con un asco inalcanzable para las palabras, que exige el visionado de la entrevista. Un día se conocerá la versión de Ghislaine Maxwell sobre su propia degradación, algo empezó a cambiar cuando remató el juicio con una confusa disculpa hacia las adolescentes que han necesitado ser treintañeras antes de condenarla.

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