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Francisco Pomares

Ramón Kishoo, alma grande

Ayer me enteré de que hace unos días murió prematuramente en su cama, aún sin cumplir los setenta, Ramón Kishoo, al parecer de un fallo respiratorio. Llevaba el hombre ya algún tiempo bastante pachucho, aquejado de problemas pulmonares agudos, atado a un respirador portátil, y sin poder salir de casa. El sábado no se despertó. Fue probablemente otra víctima silenciosa y no oficial de estos tiempos de enfermedad y dificultades. La última vez que quedé con él, hace unos meses, sentí la certera impresión de que comenzaba a verse derrotado por la vida. Seguía aun así manteniendo su absoluta amabilidad, y esa innata curiosidad por lo ajeno que le convertiría con el paso del tiempo en uno de los grandes comerciantes de las islas.

Le conocí hace ya algunos años, me lo presentó un antiguo y fervoroso empleado suyo, José Santaella, amigo desde los tiempos mozos, y reconozco que don Ramón me fascinó desde el primer momento: era un tipo despierto y optimista, casi siempre con una sonrisa a punto, el carácter hospitalario de la gente de su tierra y extraordinariamente apasionado con todo. Su voluntad de integrarse y ser parte de una ciudad en la que vivió casi toda su vida, pero que no era la suya, me pareció una cualidad ejemplar. También lo era su capacidad para contar de formas muy diferentes la historia caleidoscópica y misteriosa de una vida distinta. Kishoo (sus amigos gentiles usaban para referirse a él el nombre de la tienda, y el acabó por adoptar el mismo hábito) era una extraordinaria persona, decidido a hacer el bien, un hombre espiritual, devoto, sincréticamente cristiano sin dejar de ser hindú, generoso y compasivo. Lo sorprendente del caso es que era también multimillonario, uno de los propietarios de la casa Kishoo, donde empezó desde abajo, como salesman –también le gustaba que le llamaran así- pasó a ser jefe de contabilidad, responsable del trato con los bancos, para acabar convertido en una de las dovelas del negocio.

Como muchos otros de la diáspora hindú, Ramón no nació siquiera en su tierra. Él contaba que había nacido en Hong Kong, cuando la isla de Victoria era aún territorio del imperio, y el color de la piel marcaba la diferencia entre formar parte de las élites o no hacerlo. Nació apenas unos meses antes del terrible incendio que arrasó la ciudad en 1953, un desdichado acontecimiento que –después de la gigantesca política de vivienda desarrollada por la administración británica, y tras el embargo comercial a China por Naciones Unidas en respuesta a la guerra de Corea- convertiría Hong Kong primero en hervidero de oportunidades, después en la primera economía industrializada de Asia y por último en precursor financiero del desarrollo de los cuatro tigres, Corea del Sur, Taiwán, Singapur y el propio Hong Kong. La transformación de la colonia se produjo en menos de una década, y fue en ese ambiente de prosperidad, y en una familia implicada en el comercio, donde don Ramón pasó su primera infancia, para volver a la India –a Pone, la capital de Maharastra en cuyos jardines se conservan las cenizas del Mahatma- cuando aún era un niño, y emigrar por fin a Tenerife, aún sin cumplir los 13. Es la suya la biografía feliz y tópica de un emigrante de éxito, un joven con talento y cualidades para hacer dinero que entró a trabajar en Casa Kishoo cuando aún no se afeitaba, y acabó siendo presidente del grupo Kalyani, dedicado a las inversiones internacionales y en activos de futuro. Pero don Ramón era también un hombre extraordinariamente discreto: nunca quiso destacar con su éxito, que solía atribuir a la suerte más que a su propia pericia. No sólo desdeñó ser públicamente reconocido, sino que se acostumbró a la humildad, y eligió la amistad de la gente sencilla, las citas en su casa para tomar té con leche condensada, y las conversaciones sobre sus aficiones de niño grande: coleccionaba figuritas de soldados, samuráis, héroes del cómic y personajes históricos, que amontonaba sin mucho tino en los armarios de una de sus casas. Murió soñando exponerlas algún día para disfrute de los tinerfeños, y se fue con las cuatro metas cumplidas, fue dueño de la alegría en el kama, obtuvo el bienestar del artha, cumplió su deber moral con el dharma y se liberó de los objetivos y deseos mundanos para iniciar el moksha y su ciclo de nacimiento, vida, muerte y encarnación. Hoy se despide de los suyos con un guiño muy chicharrero, una misa en la Candelaria. Ramón Kishoo, un hombre pequeño con un alma grande: sí él tenía razón, nos veremos algún día en samsara, el deseo de retorno que anida en las religiones antiguas.

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