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La sabiduría de los genes

Hay en la Biblia una extraordinaria sabiduría, o al menos así lo interpreto, que nos muestra, una vez más, que el ser humano ya disfrutaba entonces de las mismas capacidades intelectuales que ahora y vivía en la misma incertidumbre. Todo comienza, como tan bien expresa la Biblia, cuando el ser humano osó comer la fruta del árbol del bien y del mal. En ese instante se desvaneció la inconsciencia. Desde entonces somos seres que dotamos de significado al mundo y sus circunstancias. Y, sobre todo, somos libres. Una libertad que se puede vivir como una condena; un bien que, como percibe Leonardo, muchos prefieren ignorar: “No son más que un saco donde entra y sale lo que comen”. Creo que no es así. Que uno se refugie en normas que les certifican que lo que hace es lo correcto y que así asegurarán lo mejor para él, ahora y en la supuesta vida futura, no quiere decir que bajo esa coraza protectora no surjan dudas, inquietudes o temores. Otra cosa es que dada nuestra capacidad para enterrar o anular pensamientos o tendencias, logremos que apenas se manifiesten.

A los expertos les gusta pensar que fue en el Renacimiento cuando esa individualidad inevitable de Adán y Eva, que durante la Edad Media se hallaba disuelta en el grupo, reaparece con fuerza: el peso de la libertad se hace manifiesto. Lo dice Pico della Mirandola, con palabras que atribuye a Dios: «Te he puesto en el centro del mundo… para que tu determines tu propia forma… Eres libre de degenerar hasta el mundo inferior… igualmente libre de elevarte al mundo superior».

No era tan libre Adán, que cedió a la oferta de Eva quien antes había caído en una tentación muy sugerente que le hizo la serpiente: sabrás tanto como Dios. Dibuja una aspiración humana como confirma Pico della Mirandola: elevarse al mundo superior de lo divino ¿No deberíamos ver las tentaciones como instintos, como tendencias telúricas, inclinaciones heredadas fruto de la evolución, que nos atan a la vida y nos hacen parte de ella?

No caer en las tentaciones significaría la verificación de una victoria, de una liberación de esa historia milenaria que nos hizo y de la que somos cautivos. Liberarnos de nuestros genes para aspirar a lo que el sabio italiano proponía. Sin embargo, hay en ellos, en los genes, una experiencia, una sabiduría, por lo que nos debemos preguntar: hasta qué punto dejarse guía por los instintos. Un dilema que está en nuestra historia desde que tenemos noticia de cómo el ser humano convive con el libre albedrío.

Digo que los instintos son tendencias inscritas en los genes y que el ser humano tiene más que los otros seres vivos y también más libertad para conducirlos, modificarlos o anularlos. Y creo que lo que llamamos gracia divina, ese azar por el que el sacrificio de Caín fue inútil, expresa precisamente lo que podríamos llamar la lotería de los genes y quizá del entorno donde uno nace. Cómo explicarse si no, cómo convivir con el hecho de que unos nazcan agraciados y otros desgraciados. Atribuirlo a un ser superior que reparte la gracia por misteriosos e inextricables motivos, o sin ellos, es una solución tranquilizadora. Lutero pensaba que uno no puede buscar, esforzarse por tener fe. Es una gracia divina.

Allá, en el paraíso, vivían sin preocupaciones, como «las aves del cielo que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta» según Mateo. El salto evolutivo en la Biblia ocurre al morder la manzana. En la realidad es un lento proceso que culmina con la mente y la conciencia de sí mismo. Desde entonces nos preguntamos quiénes somos. Una respuesta posible es que somos el alma encarnada en un cuerpo efímero. Esa aspiración a la eternidad nos caracteriza como seres humanos. Nos reencarnamos en nuestras crías a través de los genes, como el resto de los seres vivos. Ellos ni lo saben ni les interesa. Pero que el ser humano viva, de alguna forma, en su progenie, que se ligue a ella más allá de la crianza, es un instinto que está en la base de la idea de perduración y creo que tiene más que ver con la supervivencia. Un instinto por el que invertimos en cuidar de los otros, la única forma que tenemos de defendernos pues en el camino nos deshicimos del armamento, (dientes, garras etcétera) para concentrar el gasto energético en el cerebro. Y como para que esa tendencia funcione tiene que desarrollarse en el medio, lo mismo que el instinto de la lengua se verifica en la que se habla donde se nace, el que nos empuja al altruismo debe tener la forma que cada sociedad desarrolló.

Estamos empujados a explicarnos y explicar el mundo porque eso favorece la cohesión social. Creo que los mitos son la cristalización de esa tendencia que sin saberlo expresan una sabiduría que procede, quizá, de nuestros genes.

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