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Políticos confinados en Canarias

Desde que el mismísimo conquistador de El Hierro, Maciot de Bethencourt, fuese a su vez confinado en la isla en 1446, de la que escapó gracias a que un navío portugués acudió a rescatarlo, las Islas Canarias, por su lejanía, han servido de lugar preferente de destierro de políticos y militares que molestan a los intereses de los gobernantes de turno.

Es el caso del escritor Miguel de Unamuno, desterrado desde Salamanca a Fuerteventura en 1924 por incordiar a la dictadura de Miguel Primo de Rivera, permaneciendo cinco meses que le sirvieron para redescubrir la isla y escribir algunos de los mejores sonetos inspirados en el ambiente majorero. La casa donde vivió en pleno centro de la antigua capital, Puerto de Cabras, recuerda su paso por Fuerteventura, y, aunque convertida en un modesto museo, recorrerla permite impregnarse de los olores a la madera de la época, saborear espacios con grandes cortinajes que recuerdan las viviendas burguesas de entonces, o curiosear una máquina de escribir al uso.

En el siglo XVIII, un comandante general de Canarias, Lorenzo Fernández de Villavicencio, molesto con los regidores perpetuos de Tenerife, Alonso de Fonseca y Antonio Riquel, los desterró a El Hierro, y en 1823, reinando Fernando VII e Isabel II, fue confinado el médico tinerfeño Leandro Pérez, que al convertirse en el primer galeno que tuvo la isla del Meridiano comprobó las propiedades curativas de las aguas del Pozo de la Salud de Sabinosa. Condenado a muerte, salvó la vida gracias a que los herreños lo ayudaron a huir hacia América.

Al destierro también recurrió otro comandante general de Canarias, el duque del Parque Castrillo, que retuvo para sí el mando que correspondía a su sucesor, el teniente general Pedro Rodríguez de la Buria, a lo que se opuso Juan Bautista Antequera, principal de Consolidación de Canarias, por lo que éste, según denunció de puño y letra el 10 de febrero de 1812, fue desterrado a El Hierro, donde también fue confinado Félix Mejía, editor del popular semanario satírico “El Zurriago”, si bien logró fugarse en un barco norteamericano que lo llevó a Filadelfia en 1824. Gobernando Alejandro Lerroux en la II República, fue desterrado el dirigente comunista Florencio Sosa Acevedo, diputado, maestro y alcalde de Puerto de la Cruz, si bien por pocos meses, porque en las elecciones del 16 de febrero de 1936 ganó el acta de diputado a Cortes por Santa Cruz de Tenerife.

Confinados unos seis meses en 1962 estuvieron en El Hierro Iñigo Cavero y José Luis Ruiz-Navarro, profesores de la Universidad Complutense de Madrid, represaliados por su asistencia en Múnich el 6 de junio de 1962 al Congreso del Movimiento Europeo, al que el régimen franquista denigró nominándolo contubernio de Múnich, que no pretendía una oposición a la dictadura, tarea impensable, sino la unidad de Europa y una alternativa democrática para cuando Franco muriese, pero éste resistió 13 años más. Con la Transición, en 1977, por la UCD, José Luis Ruiz-Navarro fue elegido diputado a Cortes, e Iñigo Cavero ministro de Justicia y Cultura, que tan agradecido se sentía con el trato de los herreños que 18 años después acudió a unas fiestas en la isla.

El Ateneo de Madrid, el pasado 6 de junio, con motivo del 60 aniversario del Contubernio de Múnich, verdadero final de la Guerra Civil, celebró un acto para recordar la histórica reunión que congregó a la oposición al régimen franquista tanto en España como en el extranjero, y en la que públicamente vencedores y vencidos, tanto del exilio como del interior, se dieron la mano. En el Ateneo, entre otros asistentes a Múnich, estuvo Carlos Bru Purón, que califica la reunión en Múnich de “antesala de la Transición”, y a la que acudieron monárquicos liberales, republicanos, socialistas y nacionalistas vascos y catalanes, entre otros. También la temible policía secreta franquista, infiltrada entre los más de cien asistentes.

El Contubernio no tuvo buena acogida en la España franquista, la prensa tachó a los asistentes de “hijos del Anticristo”, algunos fueron desterrados a Canarias, y a otros no se les permitió volver a España, sufriendo sus familias amenazas e insultos. El franquismo no podía permitir que la reunión fuera vista como una unión entre vencedores y vencidos, una rivalidad que sustentaba la dictadura.

Fernando Álvarez de Miranda, ex presidente del Congreso de los Diputados y uno de los exiliados en Fuerteventura, es el único que vive de los cuatro deportados a la isla, Joaquín Satrústegui, Jesús Barros de Lis y Jaime Miralles. Recientemente, Álvarez de Miranda afirmó que de Fuerteventura aprendieron que la solidaridad humana no tiene límites, por la generosa acogida que les dispensaron los majoreros.

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