eldia.es

eldia.es

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Josefina Velasco Rozado

Los servicios impagables de la Historia

Los servicios impagables de la Historia SILVIA ALCOBA

A veces escribir notas históricas diversas sin aparente hilo conductor uniforme puede parecer superficial. Al final uno descubre que en todas subyace la intención de animar lecturas en las que encontrar el anclaje del presente. Una fecha significada, un personaje histórico, una situación que nos provoca desasosiego o satisfacción, un paisaje, una ciudad o alguno de sus rincones, edificios emblemáticos, una escultura, un refrán, el nombre de un planeta, de los días o meses, los mitos a los que volvemos periódicamente, los ritos que preservamos encierran más a menudo de lo que pensamos referencias a otro tiempo y en él se explican y comprenden. No se trata de memoria personal, siempre subjetiva, selectiva en función de nosotros mismos o del grupo en el que nos integramos o con el que nos identificamos; distinto es aprehender el sentido de nuestro hoy en los sucesos del ayer; un ayer que por remoto que nos parezca suele aparecer en cada esquina. La historia no se repite en los mismos términos nunca porque las situaciones nunca son las mismas, pero recurrir a ella y conocerla un poco mejor presta un servicio estupendo al entendimiento y a la resolución de situaciones que son menos únicas de lo que pensamos. Al contrario, desconocer la historia nos hace más vulnerables ante los usos interesados de ella.

El adanismo de pensarnos únicos y primeros no sirve de nada porque nos desvincula del conocimiento de por qué somos como somos y hacemos lo que hacemos. Es trampa realizar a cada paso un proceso a la historia y sus protagonistas trasladando al pasado los principios morales o éticos del presente. Eso es presentismo, un peligroso ejercicio sujeto a la incapacidad. En uno de esos libros cabecera de investigadores, Introducción a la Historia, el gran Marc Bloch (1886-1944) dejó escrito algo que aún sigue vigente. El creador junto a Lucien Febvre de la famosa Escuela de los anales fue un buen francés, un héroe de la Gran Guerra, que sucumbió por el terror y la intolerancia del nazismo adueñado de Francia en lo que calificó como La extraña derrota incomprensible. Él defendió que «nuestro arte, nuestros monumentos literarios están llenos de ecos del pasado» que el historiador debe explicar. El oficio de historiador constituye un arduo empeño vital. La divulgación de la historia, o mejor difundir la historicidad de hechos, nombres o cosas hay que hacerlo sin ahogarla, pues «cuidémonos de quitar a nuestra ciencia su parte de poesía».

Pero, ante tantas incógnitas, «la historia tendrá que probar su legitimidad para el conocimiento» si quiere mantenerse viva; tendrá que justificar el motivo de ese esfuerzo intelectual que a veces empeña toda la vida. Es necesaria sin duda ya que nos ayuda a vivir mejor al conocer al hombre y sus actos. Quienes consideran la historia inútil «justifican por adelantado su ignorancia». Que cada vez las investigaciones avancen más, se tengan mejores métodos, se amplíen los campos de estudio, se despejen incertidumbres no la hace menos sino más científica, ¿o no pasa lo mismo con el resto de las ciencias que nadie cuestiona como válidas? Que un mito nacido en el pasado remoto, sujeto a efímeras leyendas, se proyecte como sustento ideológico siglos después o se cuestione más tarde obedece a la propia historia de la sociedad que en cada caso lo utiliza para reafirmarse en sus proyecciones positivas o negativas sobre él. Pasa en España, por citar pocos casos, con Pelayo, Abderramán, los Reyes Católicos, con los Comuneros y Carlos V, Hernán Cortés, Cervantes, Colón y las civilizaciones precolombinas, El Cid, la Reconquista y Al-Andalus, la guerra de Sucesión Española, la de la Independencia, la Constitución de 1812, el carlismo o las dos Repúblicas.

«Es muy útil hacerse preguntas y muy peligroso responderlas» porque las respuestas están sujetas a debate. El conocimiento de la historia avanza en la medida que lo hacen las técnicas que aplica, las disciplinas que la auxilian o se amplían los documentos que le sirven de base. Hay consensos siempre en la cuerda floja que debatidos van adquiriendo o perdiendo consistencia, pero que son indispensables para adquirir un mínimo alimento conceptual. La periodización de los tiempos y su cronología son un ejemplo. ¿Visitamos la prehistoria en su entorno solo por curiosidad o buscando el origen del hombre? Vivimos en ciudades y abandonamos el campo. Saber por qué no es posible sin estudiar la historia de la ciudad; desde la Roma que legó el acueducto de Segovia, la ocupación musulmana que construyó la mezquita de Córdoba, la alianza entre el poder y la religión que levantó las catedrales y dio lugar a las ciudades medievales y sus derechos escritos en fueros y cartas pueblas, esos que ampararon que «el aire de la ciudad te hará libre». Las ciudades de hoy son herederas de otras a veces con siglos a cuestas que, paseándolas, nos salen saludar. La Universidad nació con la ciudad vieja. Los gremios de artesanos medievales no serán antecedentes de los sindicatos, pero sin aquellos no se puede comprender el aprendizaje profesional o las asociaciones obreras. Somos o aspiramos a ser peregrinos de un camino de Santiago de moda que tiene su origen en la Edad Media, y ella, en sus iglesias, pueblos y villas, le sale a cada paso al viajero. Imposible hallar el significado de la globalización sin saber que hubo unos navegantes que se aventuraron al descubrimiento entre desconocidos, por más que le digan reencuentro; o una primera vuelta al mundo como gran odisea sucesora de andanzas anteriores.

Utilizamos especies, tabaco, café, té o chocolate y ¿para nada nos ha de interesar saber desde cuándo, cómo llegaron a nuestros campos si los cultivamos, qué representaron en nuestra transformación económica y social? Se amplía el objeto de estudio de la historia a las mentalidades, a los sentimientos, a los movimientos sociales, a los derechos de los pueblos, al poder creciente y rompedor de la mujer... Y cada uno de esos aspectos provoca preguntas que interrogan inevitablemente al pasado en el que es necesario poner fechas y nombres. A cada paso nuestro lenguaje conceptual remite a los clásicos griegos y romanos; abandonarlos a ellos no hace más que empobrecernos a nosotros. La Historia, la Filosofía, la Literatura o el Arte nos hacen intelectualmente más sólidos, más libres, menos manipulables e indefensos. No son el único equipaje que hay que llevar, pero un mínimo de ellos resulta el kit imprescindible. Y no parece lo mejor parcelarlas o seccionarlas sino dar los trazos básicos de cada momento histórico que por muy remoto siempre está ahí. Es «el pasado del presente».

Compartir el artículo

stats