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Limón & vinagre

Viejo gallo ennavajado

Aunque se liberó de las gruesas gafas de miope, que habían subrayado la timidez y taciturnidad del joven revolucionario, en el rostro de Daniel Ortega sigue dominando la mirada zorruna. Ojos pequeños, taimados, color café retinto, muy hambrientos, incluso resentidos. Iris cautivos de la oscuridad, como si nunca hubiese salido de la mazmorra donde purgó siete años por robar un banco para financiar la guerrilla.

Viejo gallo ennavajado

Cuenta el periodista Fabián Medina Sánchez, en la biografía El preso 198, que el presidente de Nicaragua suele construirse en sus casas y oficinas una especie de celda, un cuarto muy pequeño con una cama y unos libros, un zulo donde se refugia cuando se siente atribulado. El reo número 198: ese fue el número que le asignó el régimen de Anastasio Somoza Debayle, alias Tachito, cuando lo encarceló. Según el biógrafo, la condición de recluso, sus hábitos, han marcado toda su vida, «desde las relaciones familiares, sentimentales, hasta sus vicios, manías y la forma de ejercer el poder». Ahora es él quien mantiene las cárceles a rebosar, quien ha desatado la cacería contra las voces críticas, quien cierra la Academia de la Lengua.

Ah, Nicaragua, Nicaragüita, «sos más dulcita/ que la mielita de Tamagás,/ pero ahora que ya sos libre, Nicaragüita,/ yo te quiero mucho más», cantaban Carlos Mejía Godoy y Los de Palacagüina. Cuánto ha llovido desde entonces, cuánta sangre, cuántas tormentas tropicales se han derramado sobre ella desde la entrada triunfal de las columnas sandinistas en Managua el 19 de julio de 1979, dos días después de que Tachito Somoza, abandonado por Estados Unidos, pusiera pies en polvorosa para encontrar la muerte en Paraguay. Así terminó una dinastía nefasta que había saqueado el país, gobernándolo como si fuera su hacienda platanera particular. Hoy, cuatro décadas después, Ortega, el viejo guerrillero apalancado en la trinchera del poder, se ha convertido en el envés de lo que combatió. El pasado noviembre inauguró su quinto mandato –el cuarto consecutivo– tras unas elecciones controvertidas con el 80% de abstención y siete candidatos de la oposición encarcelados o en el exilio. Y su esposa, Rosario Murillo, en el papel de «copresidenta».

Por si no hubiera bastante leña en la lumbre, el presidente nicaragüense, de 76 años, acaba de autorizar el ingreso de fuerzas militares rusas en el país con fines de «asistencia humanitaria» y «labores de lucha contra el narcotráfico». Lo que faltaba: el amigo Putin en Centroamérica. Otro tirón a la ya de por sí tensa cuerda con EEUU, que ha vetado la presencia de Nicaragua en el reciente encuentro de la Organización de Estados Americanos (OEA) en Los Ángeles, más los malos de siempre, Cuba y Venezuela, y el plantón mexicano de rebote (cabe preguntarse, por cierto, a cuento de qué venía una cumbre con tanto ausente).

Dicen los que saben que el protagonista de estas líneas llegó al liderazgo tras el triunfo de la revolución no tanto por sus méritos como por sus mermas, un tipo calmo, pero poco expresivo, un mediocre sin demasiados brillos, todo lo contrario que sus camaradas de armas, un puñado de egos revueltos a la greña. El candidato útil. No lo tuvo fácil el sandinismo con la herencia de una tierra sumida en la pobreza y la desesperanza, a la que se sumó el hostigamiento de Ronald Reagan y la contra. Ortega, a quien por entonces llamaban «el gallo ennavajado», nunca comprendió por qué el país, estragado por una guerra civil que dejó 50.000 muertos, lo desbancó del poder en las elecciones de 1990. Lo desplumaron. Cuentan las crónicas que el comandante se echó llorando a los brazos de la ganadora, la opositora Violeta Chamorro, y que esta lo consoló diciéndole «mi muchacho, no pasa nada». Un Ortega atónito se conjuró para regresar al poder a toda costa, desde abajo. Trincar el hueso para no volver a soltarlo.

Tres mazazos más lo zarandearon por el camino: el infarto de 1994, que lo hizo consciente de su vulnerabilidad, de su dependencia de Rosario Murillo, esa mujer cargada de anillos y amuletos para ahuyentar la mala vibra; la denuncia de su hijastra Zoilamérica en 1998 por abuso sexual y violación, y las protestas callejeras de 2018 contra la corrupción y una impopular reforma del seguro social.

Ahí sigue, cumpliendo, pues, la profecía del escritor Sergio Ramírez, exiliado en Madrid, como si Nicaragua no pudiese liberarse del bucle maldito: una revolución derroca a un dictador para volver a engendrarlo. La historia se muerde la cola.

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