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Alberto Lemus

Rumbo a la inteligencia artificial(y jurídica)

Inicio estas líneas fascinado por la conferencia pronunciada en el Parlamento de Canarias por Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, bajo el lema Inteligencia artificial y proceso penal: ¿hacia una justicia robótica? Brillantísima ponencia en la que resaltó el papel de la tecnología en la sociedad, pero se mostró reacio a la sustitución del juez o el fiscal por una máquina que, en sus palabras, «convertiría en fósil la jurisprudencia» y recordó que sería necesario cambiar la Constitución para avalar una «desmaterialización del proceso».

Es comprensible el recelo que despiertan las tecnologías emergentes, cuando se trata de evitar la deshumanización del sistema entero, pero no sé si lo comparto.

Se estima que en 2023 un 70 por ciento de los trabajadores en España utilizarán de alguna manera la Inteligencia Artificial (AI), esto es, la capacidad de las máquinas de realizar funciones reservadas a los seres humanos, como razonar, aprender, crear o plantear una estrategia. En 2024 culminará el proceso de aprobación de una regulación propia de la Unión Europea en la materia, primer marco legislativo de estos sistemas en todo el mundo, que canalizará la exigencia de responsabilidad derivada de su uso en procesos repetitivos. La progresiva incorporación al mercado laboral de trabajadores que han nacido y se han formado en un mundo fuertemente informatizado terminará por acelerar la expansión generalizada de la AI.

Estos nativos digitales quieren recibir información variada a través de procesos paralelos, se sienten más atraídos por los gráficos que por interminables textos, y se inclinan por las soluciones inmediatas. Son artífices de un cambio irreversible. Pensemos que en 2028 el mercado global de estas tecnologías moverá más de 320 billones de dólares. España, que ya ha aprobado una interesante estrategia gubernamental en la materia, se ubica en el puesto 33 entre los países que más invierten en AI, a partir del análisis de indicadores como el gasto público en I+D -asignatura pendiente-, la fabricación y las exportaciones en este campo.

La AI ya ha revolucionado nuestra relación con el mundo, y sus novedades son aceptadas con total alegría en sectores como la medicina, el periodismo y la electrónica de consumo, pero el recelo sigue siendo la tónica en otros aspectos como el derecho. El siguiente paso en esta irreversible transformación será comenzar a apreciar sus posibilidades en ámbitos que hasta ahora le han estado vedados. La firma digital, el expediente electrónico, la interoperabilidad de sistemas, la telepresencia y el acceso masivo a información a través de las webs del sector público hace más de una década que vienen mostrando el camino también en los sistemas para impartir justicia. La paulatina digitalización de los órganos judiciales ya es un notorio avance, y que determinados procedimientos, incluida la emisión de la resolución, se realicen a partir de parámetros lógicos basados en la ley, la jurisprudencia y en las propias evidencias del caso es un decisivo paso que ya Estados Unidos, China y Reino Unido están dando.

Cambiar a jueces por ordenadores parece un imposible, pero la tecnología está llamada a reinventar el sector legal, poco proclive a los cambios, como ya ha transformado para siempre el periodismo y la medicina, y está cambiando la propia administración pública desde los cimientos. Pensemos en los procesos electorales: ¿tiene sentido seguir utilizando millones de papeletas para emitir el voto, como garantía de plena transparencia en el proceso, cuando nuestras finanzas, nuestras acciones, hasta el último euro de nuestro sueldo está controlado por la banca virtual? Ponemos nuestro dinero en manos de las máquinas, pero no nuestro voto, como tampoco la capacidad de emitir resoluciones judiciales. De momento. El lógico recelo tal vez va más encaminado hacia quien pueda manipular los parámetros de las máquinas que hacia la Inteligencia Artificial en sí. Algo profundamente humano, sin duda.

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