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Juan Pedro Rivero González

Mujeres escondidas

Más allá de los chistes y del imaginario colectivo que las sitúa detrás de los altos muros de sus monasterios revolviendo cazuelas con los ingredientes de selectos de dulces exquisitos, siguen existiendo las monjas de clausura y siguen ejerciendo ese extraño carisma de interceder por las personas. Esta semana oiremos hablar, no tanto como sería oportuno, de la Jornada Pro-Orantibus.

No es extraño que una cultura utilitarista, con cicatrices hondas de hedonismo en el alma, no descubra la belleza de esa forma de entrega humana. Con todo lo que hay que hacer, ¿ellas qué hacen? Y surge como respuesta, en su propia respuesta, que lo más importante no es lo que hacen, sino lo que son: testigos de que es posible no contentarse con menos que con todo.

¿Qué hace un taxi en la parada? ¿Qué hacen las flores en una ladera? ¿Qué hace un jardín en una plaza? No hace nada, ni sirve para nada práctico y productivo. Pero están; y están a la espera de prestar un servicio sirviendo de espacios de belleza para el viandante. No todo lo útil es productivo. Porque la realidad no está dada como mercancía, sino como don. Y si no somos capaces de introducirnos en la gramática del don, solo seremos capaces de contemplar las etiquetas con precio en las manufacturas humanas. Y la realidad es siempre más amplia.

Hay otras formas de maternidad que necesitamos. Hay otras formas de servicio que van más allá de una obra de misericordia concreta. Hay un valor más allá de lo que tiene precio. Hay mujeres que no están escondidas, sino que han descubierto dónde está el espacio de la verdadera belleza de la realidad. Las rejas de los locutorios nos separan a nosotros de lo verdaderamente grande.

Dar una moneda o un alimento puntual es una limosna. Un acto de caridad tiene otra dimensión más grande y habita otra profundidad. Hacer una caridad es algo muy importante, pero convertirse en caridad es no contentarse con menos que con todo. Y es desde ahí desde donde cobra sentido la entrega de esas vidas. Testimonio del amor total que se vuelca, desde la fe, en un servicio de intercesión.

Ese verbo es impresionante. Interceder es ponerse en el lugar del que necesita algo y buscar ayuda donde la ayuda es posible. Es situar a la otra persona en el horizonte de la memoria y de la propia identidad sintiendo que es posible que nadie se sienta ausente de un amor sincero. Alguien me está amando. Alguien está pidiendo a Dios por mí. Para alguien soy un hijo especial.

Sin haber descubierto la grandeza del Reino de Dios que anunció Jesús de Nazaret, esta experiencia se reducirá a la caja de pastas tradicionales y repostería monástica. Ya solo por ser cuna de arte y cultura, de memoria de la experiencia mística, sería validable su existencia. Con el plus de la fe, estas presencias ocultas son un don de valor total.

En mi vida he tenido el privilegio de conocer a numerosas de ellas. Les he dado clase, en algunas ocasiones, a través de plataformas virtuales, he colaborado en acciones pastorales de orientación personal y familiar, he compartido itinerarios existenciales y, sobre todo, he tenido el privilegio de recibir su testimonio de primera mano. Nadie que haya tenido esta dicha dirá que salió igual que como entró. Hay un nivel de contagio sano que transforma la vida sin ser notado.

En nuestra diócesis hay tres monasterios en Tenerife (Garachico y La Laguna) y uno en La Palma (Breña Alta). Existe uno masculino en Güímar y en todos, escondidos como están, no se puede hacer mayor bien a la convivencia social.

Los dos monasterios de La Laguna –las dominicas de Santa Catalina y las franciscanas Clarisas– son, en esta zona metropolitana tan activa y compleja, pulmones de espiritualidad respirable.

Pro-Orantibus. Por quienes oran.

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