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observatorio

Ojo al frenazo de la economía china

Solía decirse que cuando la economía de Estados Unidos estornudaba, las europeas cogían una pulmonía. Aunque eso sigue siendo cierto, la novedad es que está empezando a pasar lo mismo con China. Así, aunque la guerra de Ucrania sigue capturando gran parte de la atención mediática y se considera la mayor amenaza para la economía global, la notable desaceleración económica en China podría restar incluso más puntos de crecimiento y tener importantes efectos adversos sobre las cadenas de suministro globales en un contexto económico ya muy complicado.

China, además de seguir siendo la fábrica del mundo, es la segunda economía más grande del planeta. De hecho, desde 2014 es la primera si su tamaño se mide en paridad del poder de compra y no a tipos de cambio de mercado. Tras comenzar a crecer a tasas de dos dígitos en los años ochenta del siglo pasado y sostener dicho dinamismo hasta la crisis financiera de 2008, lleva ya más de una década de desaceleración económica estructural. Al fin y al cabo, ningún país puede crecer indefinidamente al 10% anual, y el modelo de crecimiento basado en las exportaciones y la inversión pública –que le permitió pasar de la categoría de país pobre a la de renta media de forma vertiginosa– no le servirá para llegar a ser un país rico, por lo que las autoridades lo están sustituyendo por otro donde el consumo interno y la innovación tengan más peso. La hoja de ruta, por tanto, estaba clara: superar la debacle económica que China sufrió en 2020 como consecuencia del covid-19 (como nos pasó a todos), pero recuperar elevadas (aunque menguantes) tasas de crecimiento. En 2021 logró crecer al 8,1% y para 2022 tenía previsto hacerlo al 5,5%; menos de lo que le gustaría, pero una tasa asumible, sobre todo en un contexto de mayor control político sobre la economía y la sociedad unido a una fuerte retórica de enfrentamiento sistémico con Occidente.

Sin embargo, la variante ómicron del covid-19 llegó a China y las cosas se complicaron. El gigante asiático mantiene desde el principio de la pandemia una política de covid cero. Se trata de una estrategia radicalmente opuesta a la occidental de «convivir con el virus», de la que las autoridades chinas vienen presumiendo desde hace más de dos años por el bajo número de muertes en el país. Les gusta subrayar que en China sólo han fallecido algo más de 5.000 personas por coronavirus (seguramente sean más, pero probablemente no muchas más), mientras que, en Estados Unidos, por ejemplo, con una población más de cuatro veces menor, hay más de un millón de muertos. Y utilizan estos datos para sentenciar que ellos defienden los derechos humanos mejor que Occidente porque no dejan morir a sus ciudadanos. Evidentemente, esta política requiere durísimos confinamientos ante los nuevos brotes. Y la combinación de bajas tasas de vacunación entre los mayores, baja efectividad de la vacuna china, limitada inmunidad por contagio y elevada transmisibilidad de la variante ómicron, ha llevado a draconianos confinamientos en los últimos meses. Hemos visto duras imágenes de encierros en Shanghái, pero hay más de 350 millones de personas confinadas en más de 40 ciudades, que representan alrededor del 30% de la producción china, y se teme que los confinamientos puedan llegar a Pekín. Como resultado, la movilidad en abril y mayo habría caído en más de un 50% respecto a la de 2021 (más que durante los confinamientos de 2020) y las proyecciones de crecimiento se han desplomado. FMI proyecta un 4% (1,5 puntos menos de lo previsto en octubre) y Bloomberg lo ubica en un raquítico 2%. Además, como China tiene un boom inmobiliario y lleva años destinando ingentes cantidades de inversión pública a proyectos de dudosa rentabilidad, no es fácil articular una respuesta de política fiscal para amortiguar el frenazo económico.

El impacto del frenazo económico chino sobre el resto del mundo, además de ser directo por su peso objetivo en la economía mundial, es indirecto a través de las cadenas de suministro globales, que ya estuvieron muy tensionadas en la segunda parte de 2021. En particular, el puerto de Shanghái es el más grande del mundo y su bloqueo supone retrasos en las exportaciones de insumos intermedios y bienes finales a todo el mundo, con el consiguiente impacto inflacionario.

Para bien o para mal, China no cambiará su política de covid cero a corto plazo. Al riesgo de colapso del sistema sanitario (algunas estimaciones hablan de que podrían morir más de un millón de personas en pocas semanas si se levantaran las restricciones) se suma la necesidad de no cambiar de estrategia al menos hasta octubre, que es cuando se producirá el congreso del Partido Comunista en el que el Presidente Xi Jingping espera conseguir un tercer mandato. Por eso, desde el gobierno se ha sentenciado que la política ha sido un éxito en Shanghái y que se aplicará con la misma contundencia donde haga falta.

Solo a finales de año, con el panorama político más despejado y mayores tasas de vacunación, las autoridades podrían cambiar el relato e intentar explicar por qué una política de covid cero que fue muy exitosa en 2020, puede no serlo ya tanto en 2022 porque hunde la economía. Pero, para entonces, si la economía realmente se ha frenado, el Presidente Xi podría tener que enfrentar un peligroso aumento del descontento. No olvidemos que la legitimidad del régimen político chino –y de su líder– emana de su capacidad para generar un crecimiento económico que podría ser cada vez más exiguo.

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