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Rojo puro y amaranto

Tenía trece años cuando una noche me descubrí las bragas manchadas. Aquello no era rojo sino granate. La de veces que me había descalabrado y ese no era el color de la sangre, así que asustada, llamé a la puerta de mi madre. Ella salió en camisón el tiempo mínimo para descubrirme con unas bragas en la mano y soltar antes de dar un portazo: «¿Y para eso me despiertas? ¡Ya sabes dónde están las compresas!». Fue la primera y última conversación que tuvimos sobre el asunto. El resto lo descubriría, como tantas, a través de radio calle.

Así se las gastó Dios cuando pilló a Adán y Eva con una manzana y la señaló con Su dedo: «Parirás a tus hijos con dolor y pagarás con sangre tu afrenta». Mucha, mucha sangre. Desde entonces las mujeres –y permítanme estar a la última, también los hombres trans y personas no binarias– además de pasarlas canutas pariendo, sangramos de media 3.000 días de nuestra vida repartidos a lo largo de 40 largos años.

Como si no fuera bastante penitencia, aún la Biblia nos guardaba otras perlas como que «Cuando una mujer tenga flujo, si el flujo en su cuerpo es sangre, ella permanecerá en su impureza menstrual por siete días; todo aquello que ella toque quedará inmundo, y todo el que toque cualquier cosa sobre la que ella se haya sentado, quedará inmundo hasta el amanecer».

En todos estos años de expulsar el endometrio del rojo puro al amaranto he aprendido que lo que me diagnosticaron como anemia crónica –gracias a un santo médico de cabecera que se tomó muy en serio el asunto y se dedicó a hacer un seguimiento de mi sangre–, que lo mío no es crónico, sino periódico. Es decir, que pierdo tal cantidad de sangre una semana de cada cuatro, que las otras no dan para recuperarme. Por eso, cuando he aterrizado en urgencias por alguna catástrofe, el asombro no venía por un tobillo dislocado o un codo fracturado, sino por la necesidad de transfusionarme. Dos litros le debo ya al mundo –gracias, personas generosas– que ¡por supuesto! he tratado de devolver con intereses. Media docena de veces han rechazado ya mi brazo en supino. Que no es que no tenga hierro o hemoglobina para dar –alegan–, sino que necesitaría recibir, y aunque me atiborro de suplementos de hierro siguiendo las instrucciones de aquel santo médico, veo probable que no podré cumplir mi sueño de repartir rojo útil hasta que llegue la ansiada menopausia. Levanto una copa menstrual y mirando al cielo pronuncio: «¡A Dios pongo por testigo que algún día donaré sangre!».

Sin embargo, salvo porque la anemia me ha provocado incontables desmayos –empieza un hormigueo en las manos, un zumbido, la visión se vuelve roja y ya, despiertas en otro lado–, no tengo queja. La menstruación no me duele y sin ser parte objetiva en el asunto, diría que no me provoca más cabreo o lágrimas que un telediario. Nunca he faltado un día al trabajo. Lo que sí ha sucedido, ¡por supuesto! es abandonarlo dejando un charco de sangre a mi paso. Pero he conocido a mujeres pegadas a una Saldeva, retorcidas en dolor y vómitos y es por ellas, más que por mí, que me paso por aquí a decirles a todos esos señoros que ahora saben de reglas lo mismito que sabían el mes pasado de la guerra de Ucrania que no nos toquen los ovarios. Lo mismo esas señoras de malasangre que siguen opinando que las menstruaciones de puertas para adentro, que demasiadas cosas estamos sacando ya del armario y que ya verás ahora con lo de la baja menstrual, vacaciones para todas y qué pasa con los hombres que no menstrúan, eh, eh, eh.

Que la medida aprobada por el Gobierno es innovadora en Europa ya lo sabemos, pero está establecida en lugares tan dispares como Japón, México, Corea, Indonesia o Taiwán.

En Japón, el Seirikyuuka (o derecho fisiológico) se instauró en 1947. El último estudio del gobierno japonés demostró que menos del 0,9% de las mujeres encuestadas lo habían solicitado.

Más reciente en tiempo y mapa, Coexist, una empresa británica con mayoría de empleadas mujeres, ofreció en 2016 hasta un día pagado de licencia menstrual. El revuelo que causó la noticia en la opinión pública fue especialmente agresivo por parte de las féminas que acusaban a la empresa de mostrarnos como el sexo débil y pronosticar el libertinaje. Sin embargo, una vez más, lejos del abuso, los datos mostraron un mayor compromiso y productividad por parte de las empleadas.

Porque el verdadero problema aquí no es menstruar, sino hablar de la menstruación. El problema es que menstrúa Eva y no Adán. Y de lo que acontece a la mitad de la población ¡durante 40 años! hay que hablar. Y de cómo se ha tratado –y se trata– desde el punto de vista religioso, cultural, médico y político, vaya que sí.

Porque en aquel reparto de castigos el Dedo de Dios señaló a Adán: «Trabajarás la tierra y ganarás el pan con el sudor de su frente». Coincidirán conmigo en que es un mal que también sufrimos quienes menstruamos. Por eso va siendo hora, señoras, señoros… de que nos dejen al menos compaginarlos.

@otropostdata

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