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MI REFLEXIÓN DEL DOMINGO

Jesucristo preparaa sus discípulos

Cuando va a morir alguien en una familia, se procura que todos estén preparados para afrontar esa realidad que está llena de dificultades y sufrimientos, lo que se llama «el dolor de la separación». Pensemos, por ejemplo, en una madre joven.

Estos últimos domingos de Pascua, en vísperas de la Ascensión, observamos cómo Jesucristo también prepara a sus discípulos para su muerte, para su marcha de este mundo al Padre. ¿Y cómo lo hace? De una forma muy concreta: con una serie de explicaciones y recomendaciones y con la promesa del Espíritu Santo. De eso trata el Evangelio de este sexto Domingo de Pascua en el que celebramos en España la Pascua del Enfermo.

Es muy importante para los discípulos la promesa del Espíritu Santo a quien Jesús llama el Paráclito, es decir, el Defensor, que será quien les enseñe todo y les vaya recordando todo lo que les ha dicho.

En la primera lectura, constatamos la presencia y la acción del Espíritu en los apóstoles en el llamado «Concilio de Jerusalén» y cómo se identifican con Él hasta el punto que dicen: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…»

En este momento, recuerdo las enseñanzas de Juan Pablo II en la encíclica sobre el Espíritu Santo Dominum et Vivificantem, y sus magníficas explicaciones de las palabras de Jesucristo a los discípulos en la Última Cena, acerca del don de su Espíritu. En los primeros días de esta semana, el Evangelio nos presentará, cada día, alguna de aquellas enseñanzas del Señor.

El Espíritu Santo va a recordarles constantemente la Palabra de Jesús y eso hará que vivan en su amor y guarden su Palabra, y entonces el Padre también los amará y vendrán y harán una morada en sus corazones. Es el tema tan importante de la inhabitación de la Santísima Trinidad en nosotros.

Se nos dice que los evangélicos sinópticos, en la despedida de Cristo, centran su atención en su Venida Gloriosa, mientras que San Juan prefiere el tema de esta nueva presencia de Jesucristo en nosotros de la que nos habla con toda claridad: «Me habéis oído decir: me voy y vuelvo a vuestro lado».

¡Cuántas reflexiones podríamos hacer acerca de esta asombrosa presencia del Hijo de Dios en nuestros corazones, y, al mismo tiempo, cuántas cosas podríamos preguntarnos! Por ejemplo: ¿acogemos y atendemos esa presencia del Señor en nuestro interior o la tenemos un tanto olvidada? ¿No seremos, a veces, inconscientes de esa sublime grandeza? ¿Estaremos, como San Agustín, buscando a Dios por fuera mientras lo tenemos tan adentro? ¿Nos esforzamos por mantenernos en gracia de Dios para no perder, por el pecado grave, esa maravillosa presencia de Dios en nuestra vida?

A la luz de esta realidad, pensamos hoy en nuestros enfermos que están llamados a vivir, de un modo particular, esta presencia continua de Dios en nuestro interior. Siempre me gusta decir que la ayuda, la atención, a una persona enferma no se puede reducir a la comida, la ropa y las medicinas. Necesita algo más, mucho más: la asistencia espiritual, la ayuda de Dios, que viene garantizada por la oración y los sacramentos, especialmente el de la Unción de los Enfermos, que debemos recibir con el tiempo, la preparación y las disposiciones adecuadas.

Y Jesucristo les deja también a los discípulos su paz que es la verdadera paz, que está constituida por el conjunto de las bendiciones divinas. Y esta paz se la deseo a todos, de corazón, este Domingo de Pascua, especialmente a los enfermos y a los que les atienden.

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