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Eduardo Jordá

Últimos atardeceres en la tierra

Cualquiera que haya visitado Acapulco habrá ido a ver los saltos de los clavadistas en la Quebrada. Según me contaron cuando estuve allí, los clavadistas que saltan desde lo alto del acantilado –a más de treinta metros– deben calcular el momento en que suben las olas con las corrientes, porque si no, el agua no tiene la suficiente profundidad y los saltadores acabarían estrellándose contra las rocas del fondo. Aquel día había muy poca gente en la Quebrada porque acababa de pasar por Acapulco una tormenta tropical –Hernán, creo que la llamaron– y el agua estaba muy turbia y revuelta. «Un día del demonio», dijo un señor que andaba por allí. Aun así, un chico muy joven saltó al agua desde el acantilado. Se suponía que los turistas teníamos que pagarle algo en concepto de «cooperación». Como éramos muy pocos, no creo que aquel chico llegara a reunir más de 100 pesos de aquella época: algo así como medio dólar, o quizá menos.

Roberto Bolaño tiene un cuento –para mí, el mejor de los suyos– que está protagonizado por un padre y un hijo que viven en México DF y que van a pasar unos días de vacaciones en Acapulco. El padre y el hijo tienen un Ford Mustang de 1970. El padre fue boxeador en su juventud. El hijo se pasa la vida leyendo un libro sobre los poetas surrealistas. Enseguida se hace evidente que el padre y el hijo son el joven Bolaño y su padre, que vivieron en México a mediados de los años 70. Una vez en Acapulco, el padre y el hijo hacen como todos los turistas y van a la Quebrada a ver los saltos desde el acantilado. Allí, en el mirador, conocen por casualidad a un antiguo clavadista que empieza a acompañarlos a todas partes. Dos o tres días después, los tres –el padre, el hijo y el clavadista– acaban bebiendo tequila y jugando a las cartas con dos desconocidos en un burdel de poca monta. Poco a poco, mientras el padre juega a las cartas y el hijo bebe tequila, el ambiente se va haciendo más asfixiante y las miradas se vuelven más turbias. Y como es natural, llega un momento en que todo nos anuncia que el padre y el hijo lo van a tener muy difícil para salir vivos de allí. El relato se llama Últimos atardeceres en la tierra y es muy bueno –para mí, el mejor de Bolaño–, aunque creo que eso ya lo he dicho.

Me acordé de ese relato de Bolaño cuando vi el salto desde el acantilado del islote dels Malgrats de ese turista holandés que se estrelló contra las rocas y acabó ahogándose. Qué historia tan triste, y más aún cuando sabemos que la mujer del turista lo estaba filmando desde una barca y su hijo estaba con ella mirando el salto de su padre. Qué historia más triste, repito. Pero me llamó la atención una cosa: el acantilado del islote de Malgrats era una pared en desnivel que tenía una superficie muy accidentada y que no permitía una caída limpia al agua. En cambio, la pared del acantilado de la Quebrada, en Acapulco, es una pared lisa, casi vertical, sin muchas irregularidades y sin un declive pronunciado. ¿Cómo se le ocurrió al turista holandés que podía lanzarse al agua desde ese acantilado tan peligroso? ¿Y cómo es posible que nadie le avisara del peligro? ¿Nadie le intentó disuadir de lanzarse al agua? ¿Nadie se fijó en el desnivel del acantilado y en las rocas del fondo? ¿Nadie le pidió que se volviera atrás?

Ya sé que es muy fácil hablar tranquilito desde tu casa –y que las circunstancias son muy distintas cuando uno está subido a un acantilado, y más si sabe que lo están filmando desde una barca–, pero da la impresión de que nos hemos olvidado del peligro y de todo lo que signifique prudencia. Los que hemos nacido en una isla solíamos ser muy desconfiados cuando nos metíamos en el mar –«la mar fa forat i tapa»–, porque todos habíamos oído historias muy tristes de accidentes y de ahogados. Y por eso mismo, todos nos acostumbrábamos a mirar si había rocas ocultas a poca profundidad o si había corrientes o remolinos que pudieran arrastrarnos. Pero se ve que esa memoria compartida de los peligros del mar, que iba pasando de padres a hijos y que nos servía de advertencia cuando nos metíamos en el agua, se está olvidando por completo o ya no le interesa a nadie. Si uno mira el acantilado dels Malgrats desde el que se lanzó el turista holandés, es evidente que todo estaba predispuesto para una desgracia: el pronunciado desnivel que impedía un salto limpio, la pared escarpada y llena de obstáculos, las rocas de la orilla… Como en el cuento de Bolaño, todo indicaba que iba a pasar algo malo si alguien se empeñaba en saltar desde allá arriba. Los últimos atardeceres en la tierra. Qué historia tan triste.

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