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El pasado y todo eso

Me han acompañado unas amigas madrileñas a Ibiza. Me gustaría atribuirme algo de protagonismo en el asunto, decir algo del tipo que me seguirían hasta el fin del mundo, pero no tengo ninguna prueba de ello. Más bien el mérito lo tiene la isla, que es escuchar las cinco letras y los ojos les hacen chiribitas. Reconozcámoslo: yo les doy lo mismo. O me quieren, vale, pero por mucho que me esfuerce en llegar puntual a las citas o recordar cumpleaños; en devolver las llamadas y repartir, cuando hacen falta, arrullos y besos, en el top ten de mis virtudes estará siempre mi gentilicio.

«Queremos conocer tu Ibiza», repiten ellas y, guarda las uñas, Agencia Tributaria, no se refieren a que tenga hectáreas que haya olvidado declarar en un descuido. Que se puede ser ibicenco y pobre –de hecho, la mayoría de ibicencos que conozco son muy pobres, en dinero–; sino que tratan de camelarme, como si les interesaran sinceramente las historias que les cuento.

Tengo una relación complicada con Ibiza casi casi desde que nací allí. Si le preguntasen por mí a la isla, seguro que opinaría lo mismo. Somos ese matrimonio que discute mientras cena sin apartar la mirada del televisor, pero luego duerme cada noche haciendo la cucharita. Por eso y solo por eso yo tengo derecho a hablar pestes todo lo que me venga en gana y un lector nacido en Cuenca, no. O nacido en Ibiza y criado en Albacete. Pero no por donde se nace o pace, sino porque no basta en absoluto con esas cosas que dependen del azar. Es porque lo que convierte a la tierra de uno –y al matrimonio en indestructible–, es el querer. Querer por y querer a pesar de. Y esa es la manera en que mi Ibiza y yo nos queremos.

El pasado y todo eso. Que cuando conozco a alguien de esos felices todo el rato, levanto una ceja. Prefiero de largo compartir café con un resiliente. Y que a uno le cuentan que el tiempo todo lo cura, que los malos recuerdos se borran con recuerdos nuevos y no es cierto, que al final acaban todos metidos como cabían tropecientos payasos dentro de un seiscientos.

Por eso y porque a los lugares con más followers ya las llevarán sus futuros novios yo, más que a puntos que dibujan una línea discontinua en el mapa de Ibiza, las llevo de recuerdo en recuerdo. La primera en la frente: la visita a un cementerio después de la tormenta que había desparramado las flores de plástico por el suelo. Qué paradoja. Se pudre la carne y las flores siguen. El tejado del que una vez me tiraron y en vez de morirme según lo planeado, acabé catapultada hasta Madrid. El que fue mi cuarto de niña aunque no era en absoluto así, porque es ahora cuando está repleto a rebosar de muñecas y juguetes. Este era mi instituto. Por aquí iba al colegio. Aquí no había nada construido y todo lo que veía era Dalt Vila. Esto antes no era un beach club, sino un chiringuito. Esta es la ruta por la costa por la que de niños, bien temprano, recogíamos cascos de botellas. Aquellas discotecas antes miraban al cielo. Las autovías eran carreteras y no necesitaban puentes amurallados para que los clubbers kamikazes no se lanzaran al vacío. En esta rotonda una vez un italiano perdió un brazo que llevaba fuera de la ventanilla rebanado por la valla del arcén pero no se dio cuenta hasta que kilómetros después, les paró la policía. La patrulla fue en busca del brazo y lo encontraron, pero no consiguieron reimplantarlo. Estas hendiduras de las piedras, según cuentan, son las huellas de los dedos del diablo, que fue quien mandó construir este puente en una sola noche. Esto era el campo donde jugábamos a fútbol y ahora es uno de tantos chalets donde atronan las fiestas ilegales. En este camino aprendí a montar en bicicleta y aquí esperaba ver llegar a mi abuela, caminando desde la parada del autobús, vestida de payesa con su trenza y su pañuelo y con sugus en los bolsillos y ahora es una maldita fila de coches aparcados a saber de quién y de dónde. Y esto es muy muy importante: para que las hierbas sean hierbas, al menos una parte de ellas ha de permanecer secreta. Y ser impares.

Ofrecerles una porción de flaó y esperar atenta a que se repita, como siempre, la escena del orgasmo de Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally –pero esta vez sincero–. Y el orgasmo de las hierbas, algunas secretas y siempre impares.

«¿Y qué es lo que más te gusta de Ibiza?». Y como esta me la sé ni pestañeo: «Mi parte favorita son personas. Aquí hay muchas personas que quiero». Y por fin juntar a las unas con los otros, que es lo más valioso que tiene para ofrecer una ibicenca en Ibiza, o cualquier indígena cuando vuelve a su tierra, que es regalarla desde las historias de quienes la quieren. Y en este ciclo continuo, alguna vez, en algún lugar; esta noche, este ahora… también lo contaremos.

El pasado y todo eso, que son como flores de plástico que la tormenta desparrama pero nunca se lleva. No. Yo no creo que los recuerdos nuevos te curen el pasado, qué va… Pero te salvan el futuro.

@otropostdata

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