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Juan Cruz Ruiz

El revés y el derecho

Juan Cruz Ruiz

Miles de días en los periódicos / 10Don Emilio Lledó y el imprescindible gusto de pensar

Don Emilio es para mí (lo es para muchísimos de los que seguimos siendo sus alumnos) don Emilio Lledó. Llegó a la Universidad de La Laguna (en 1965; estuvo hasta 1968) siendo un joven catedrático de Fundamentos de la Filosofía, y nos enseñaba desde el estrado como un atleta de las palabras. De pie, escribiendo en griego sentencias o paradigmas que se nos quedarían para siempre como expresiones, incluso físicas, de su amor, de su gusto, por decir palabras que eran mucho más que signos e incluso significados. Eran, ya, para nosotros, palabras para un mundo posible, como reza el subtítulo del último libro, Identidad y amistad, que acaba de ser publicado por Taurus…

Lo vi entrar por primera vez en clase con una carpeta de cuero marrón, caminaba como si se fuera a ir para otro lado, ágil y diestro (diestro decía mi madre para decir que alguien era elegante en el andar), siempre atento, de joven y de veterano, ante aquel que le viniera de frente, aunque le pasara de soslayo. Enseguida las chicas entendieron que aquel hombre que venía a enseñarnos filosofía era alguien que iba a ser imprescindible entre los otros que enseñaban en el curso, así que se situaron en primera fila, como si también tomaran nota con los ojos.

Aquella pizarra ha sido luego, durante toda mi vida, un significante mayor de la destreza de don Emilio, así que cada vez que lo veo o que lo evoco me lo imagino subiendo ágilmente al estrado y estableciendo allí las palabras griegas que, traducidas, serían para muchos de nosotros guías de esfuerzo intelectual, ético, un equipaje mayor para el futuro que se nos abría, por otra parte, en un país bajo cuyos adoquines no había playas sino aburrimiento.

Don Emilio llegó, de todos modos, antes de que Mayo del 68 sembrara en París la tentación de creer que, en efecto, habría playa bajo los adoquines, y para nosotros él fue esa gran playa que añorábamos y que era representada por su presencia feraz en el estrado. No nos obligaba a aprender, pero nosotros aprendíamos hasta de sus gestos decididos o tranquilos, ávido de ver en nosotros mucho más de lo que nosotros mismos estábamos posibilitados de responderle… Era como siempre sería, hasta ahora mismo, tan generoso que veía en sus alumnos valores que eran muy menores al lado de las notas que nos daba. De hecho, a mí mismo me premió con un sobresaliente por haberme atrevido a poner en un papel lo que creí que era un buen resumen del último movimiento cultural del momento, el fenómeno pánico que exportó desde París el gran Fernando Arrabal…

Nos parecía don Emilio una especie de Dios laico, advenido a las islas para predicar un futuro más profundo, poseído de la idea de que discutir era ayudar a saber más y, también, a discutir mejor, como proclama ahora también en este volumen que amanece en las librerías, Identidad y amistad. Palabras para un mundo posible. Pero no era Dios, naturalmente, ni lo pretendió jamás. Era un ser humano que había estudiado en universidades de la capital, había enseñado en algunos de sus afluentes, y tenía de la guerra civil, que lo cogió cuando era un muchacho, un recuerdo imborrable de olores y de experiencias que poco a poco han ido creciendo como poesía y enseñanza en el seno de cada uno de sus escritos.

Un hombre, un marido, un padre. Recuerdo con dolor (su felicidad nos hace felices a sus discípulos, su tristeza nos conmueve) el fallecimiento de Montse, su mujer, que lo dejó a él y a sus tres hijos al pairo de un mar incomprensible, aunque él se empeñó a hacer de la memoria un homenaje y no un muro. En Tenerife tuvo sus años luminosos, ahí nació uno de sus hijos, Fernando, y él tuvo que cuidar a los más chicos mientras en una clínica de Santa Cruz Montse vivía pendiente de la nueva alegría. La casualidad que ha perseguido mi vida como periodista quiso que yo estuviera por fuera del Colegio Mayor San Fernando de la ciudad de La Laguna cuando don Emilio entretenía a los otros hijos hasta que le avisaran de que había llegado el tercero…

Aunque se hubiera ido muchos años después de la isla y de su universidad, se fuera cuando se fuera, se le quería tanto que siempre hubiera sido demasiado pronta su marcha. Dos (¿o tres?) años después de que entrara por primera vez en un aula, así es la vida, se despidió para irse a Barcelona, donde sufrió aquella tremenda pérdida, pero tuvo la oportunidad o el consuelo de generar multitud de estudiantes y de amigos, que en gran manera fueron también sus estudiantes. Su enseñanza se basó siempre en la explicación de la filia, la amistad, y en este libro que ahora concurre a su amplio currículum de escritor ese es un capítulo capital de sus reflexiones sobre este mundo en el que la amistad (entre los hombres, entre las naciones) salta hecha añicos, acunada por los defectos que han entrado como balas en la obligación de respetar las ideas del que piensa de otro modo.

Su enseñanza es inolvidable. Pero esa enseñanza que habita en las personas y que se deposita en la mirada fue la que nos hizo, en cierta manera, hijos suyos; le seguíamos como si él fuera dejando atrás palabras pendientes que no deberíamos tachar. Le entrevisté muchas veces, para saber más y también para estar más cerca, y él siempre estuvo disponible en aquellos tiempos tan breves en que fue maestro querido en los diarios isleños, EL DÍA entre ellos, que le pedían opinión por cualquier cosa.

Hizo amistad con grandes de las islas, nunca ha dejado de ir cuando lo han llamado, lo han premiado entre nosotros, y entre nosotros se ha ganado el don que le debemos, que es el don de ayudar a ser siempre alumnos de una enseñanza que es capital en la vida: el aprendizaje de mirar, la hermosa aventura de ejercer un magisterio y tener enfrente el aplauso que merecen las personas inolvidables.

Si el oficio que ejerzo me ha dado algún premio es el de haber tenido, el de seguir teniendo, sus palabras para afrontar un mundo que tantas veces me ha sido hosco o esquivo y ante el que él me ha ayudado, con la generosidad de la alegría, a sobrepasar y a sobrevivir.

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