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MI REFLEXIÓN DEL DOMINGO

La señal

Cuando muere una persona querida recordamos sus palabras, sus gestos, y, sobre todo, sus encargos y recomendaciones de despedida.

Las palabras del Señor del Evangelio de hoy tienen acento de despedida. Se trata de un fragmento de la Última Cena en la que el Señor nos deja el mandamiento del amor como su última recomendación, su último encargo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado».

El Tiempo de Pascua es muy apropiado para reflexionar sobre ello porque contemplamos a Cristo Resucitado que se ha entregado hasta la muerte por nosotros; y comprendemos así mejor su contenido y su alcance. San Juan lo expresa con mucha claridad: «En esto hemos conocido el amor, en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16). Para el apóstol, el amor a los hermanos «hasta dar la vida» es una consecuencia inmediata del amor que Jesucristo nos ha tenido. Por tanto, por mucho que amemos a los demás, siempre nos quedará mucho camino. ¿Quién puede amar como Jesucristo nos amó? Pero se nos presenta como un objetivo inalcanzable para que luchemos y nos esforcemos por acercarnos lo más que podamos a ese ideal y nos preserva de la tentación de pensar que ya no necesitamos amar más, que con lo que hacemos ya es suficiente.

S. Agustín nos dice que, cuando alguien nos invite a una comida, tenemos que mirar bien lo que nos ponen delante porque después tendremos nosotros que corresponder con otra comida. Esto lo refiere a la Eucaristía en la que se nos da el Cuerpo y la Sangre del Señor; y nos enseña que los mártires han sido aquellos que lo han hecho con mayor perfección: han tomado de la mesa la Sangre de Cristo y luego han entregado la suya.

Pero tenemos que subrayar que el Señor nos ha dejado el Mandamiento Nuevo como «la señal» de que somos discípulos suyos (Jn 13, 35). Por tanto, indica con vigor la diferencia entre el ser o no ser cristiano de cada uno. ¡Qué importante es todo esto! Y nos servirá para conocer dónde hay un cristiano de verdad y dónde no. No se trata, por tanto, de fijarnos a ver si hace esto o lo otro, si hace mucho o poco, si tiene muchas cualidades o pocas, si habla y se expresa bien o no. Resulta todo más sencillo: ¿Se esfuerza por amar como Jesucristo? Es cristiano. ¿No lo hace? Que no se esfuerce por darnos razones de su identidad cristiana. Sencillamente, si era cristiano ha dejado de serlo. Bien lo entendió San Pablo cuando escribió lo que llamamos el himno de la caridad del capítulo trece de la primera carta a los Corintios: Ya podríamos hacer grandes cosas, nos dice, como entregar a los pobres todo lo que tenemos o dejarnos quemar vivos, ¡si no tenemos amor, de nada nos sirve, en nada nos aprovecha!

San Juan nos presenta esta realidad con una gran claridad y firmeza, cuando escribe: «Si alguno tiene de qué vivir y, viendo a su hermano en necesidad le cierra las entrañas, ¿cómo va a morar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3, 17).

En este Tiempo de Pascua, la primera lectura nos presenta algunas veces la vida de las primeras comunidades cristianas, donde, a pesar de las deficiencias de todo lo humano, todos se amaban y nadie pasaba necesidad. Y, como contemplamos en la lectura de hoy, eran comunidades misioneras, evangelizadoras. Y ya sabemos que el mayor gesto de amor que podemos hacer a otra persona es llevarla al conocimiento de Jesucristo como hacían Pablo, Bernabé y todos aquellos primeros cristianos. Si lo hacemos así, nuestras comunidades se parecerán a la Iglesia del cielo de la que nos habla la segunda lectura con dos imágenes atrayentes: una novia arreglada para su esposo y un hogar familiar feliz de donde ha desaparecido todo mal.

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