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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

No decir nada

Pensaba yo, ante el vértigo que produce la hoja en blanco, hablar de mi libro. Pero enseguida he recordado que, según me afeó una señora desconocida, no estoy habilitada para escribir porque no soy una feminista con pedigrí, y se me han pasado las ganas y la ilusión.

Después se me ocurrió que podría denunciar la creciente proliferación de trols de ultraderecha, que, a un mínimo comentario de quienes no somos ellos, saltan desde cualquier rincón y mandan a sus hordas de matones, pero he recordado que esto ya lo viví en el colegio y que, por tanto, era una mala idea pasar el fin de semana esquivando salpicaduras de bilis cuando lo que en realidad me apetece es tumbarme a la bartola y ver pasar la vida.

Contemplé, también, la posibilidad de contarles que he visto una serie, basada en los cómics de Alice Oseman, que se llama Heartstopper y que es la sensación del momento entre los jóvenes. Me ha gustado mucho y me la he acabado del tirón porque, además del retrato esperanzador que hace de una relación homosexual en la adolescencia –y otras muchas cosas–, creo que toca temas, como el acoso escolar y las frustraciones de esa edad para algunos infausta, en los que mucha gente se puede reconocer. Acto seguido he pensado que, como miembro de la generación X, a los centennials les iba a parecer que estoy haciendo apropiación cultural o maternal o cualquier otro tipo de apropiación, así que lo dejé estar.

Luego decidí escribir sobre una comedia que a todo el mundo le encanta y a mí me ha disgustado, no tanto por el guion como por las interpretaciones, que, en mi opinión, son la prueba de que, con la suficiente habilidad, se puede hacer que actores y actrices enormes se expresen con el mismo soniquete plano y redicho que, junto con el susurrismo, se ha puesto de moda. Pero no sé si me apetece que me digan que cómo me atrevo a hablar de cine, sin ser nada de eso yo.

Consideré, más tarde, que me venía bien hacer un poco de autoficción, que me sirve para explicarme y para explicar mi lugar en el mundo, que casi siempre coincide con el de otra mucha gente, no en vano soy una señora corriente de provincias. Entonces reparé en que hay personas a las que les molesta muchísimo que se toquen temas que no son de su agrado. Y me dio, de repente, muchísima pereza. Tanta, que tuve que aligerarme a tomar un café cargado para continuar discurriendo.

Intenté, ya con mi buena dosis de cafeína encima, escribir sobre la complejidad de ser autónomo en un país que se sigue llenando la boca con su defensa de los emprendedores y no repara en las dificultades de los miles de jóvenes y menos jóvenes que lo son contra su voluntad, porque ser freelance es la única manera de subsistir en determinadas profesiones. Pero recordé que a una muchacha que se quejó de ello le llovieron las críticas y la avasallaron con argumentos tan sólidos como que los autónomos son unos aprovechados y los que los defienden, más.

Me apetecía muchísimo, por último, hablar de la gala del MET y de lo poquísimo que aporta –más allá de lo monetario– que Kim Kardashian se haya puesto el vestido que lució la malograda Marilyn Monroe en el cumpleaños de Kennedy. Un vestido que es un relato en sí mismo y que tiene ya todo el contexto que una prenda de ropa puede tener. Pero he leído que «Kardashian glamouriza la épica del sufrimiento por la moda» y me he dicho: «Tú, calladita, que doctoras tiene la iglesia».

Así que se ha quedado una mañana perfecta para no decir nada.

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