eldia.es

eldia.es

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Juan Cruz Ruiz

El revés y el derecho

Juan Cruz Ruiz

Miles de días en los periódicos/ 8Gobernadores. Y Julio Pérez en la cárcel

E

Los editoriales de Salcedo.

A Ernesto Salcedo todos lo llamábamos don Ernesto, de abajo arriba. No había excepciones. Era de don y de usted, y él lo hacía de cobro revertido, pues también trataba de usted a casi todo el mundo en una tierra en la que el usted empezaba a estar en decadencia. Era una señal de autoridad y también de distancia.

Este oficio que practico desde hace ahora cerca de sesenta años tiende al tú por razones de proximidad en la Redacción, en los viajes, en la cercanía de nuestras comidas, y por otras razones que tienen que ver con la necesidad de que los otros nos den su confianza para que les pidamos ayudas hasta al peor enemigo o a los más envarados o antipáticos.

En EL DÍA teníamos a un compañero que cerraba su máquina de escribir con un candado, y a ese todos lo tratábamos de usted, como al director. Don Luis Álvarez Cruz, que era el más veterano, y el mejor escritor de periódicos que había entonces, cerraba a piedra y barro la gaveta en la que guardaba su correspondencia. Un día quise hacerle una broma y le introduje en la ranura de esa taquilla una esquela que casualmente llevaba su nombre completo, aunque obviamente se refería a otra persona. Por la noche sentí que había cometido una atrocidad estúpida, fui muy temprano al periódico e intenté sacar la broma de donde la puse, pero fue imposible. De modo que temblé cuando don Luis vino (a las tres de la tarde, siempre venía a las tres de la tarde), sacó el papelito de donde estaba depositada mi insolencia y lo tiró a la basura sin dejar ver gesto alguno en la boca donde estaba, enhiesto, su enésimo cigarrillo.

Don Luis era un personaje extraordinario, del que hablaré otras veces. Pero no me resisto hoy a contar el diálogo que, sobre las tres, exactamente al entrar a la Redacción, mantenía siempre con Salcedo. Le decía, empujando la puerta tras la que el director tenía sus trincheras:

–¿Qué hay de noticias, don Ernesto?

Y Salcedo le respondía:

–Las que usted me traiga, don Luis.

Cuando ya tuvo confianza Salcedo de que era difícil que yo le defraudara, o al menos que le defraudara gravemente, me hizo habitual en su despacho. Para que le hiciera los editoriales. Cerraba la puerta, me daba instrucciones, me hacía sentar en su sitio, y con el tema organizado en mi cabeza hacía lo posible por cumplir aquellas instrucciones, que por otra parte eran vagas, pues me dejaba a mí el criterio final del escrito.

Eso sucedía en grandes y pequeñas ocasiones. Por ejemplo, en las festividades patrióticas, que eran sudorosas y pesadas, lo que yo tenía que hacer era, como él decía, «darle la vuelta» al editorial del año anterior, con eso era suficiente. En cuanto a otros hechos que podían ser también conmemorativos, pero más domésticos, yo me las tenía que arreglar como me diera la gana, teniendo en cuenta (eso estimaba yo) el estilo propio del director, en sus artículos firmados.

Salcedo tenía un modo de escribir preciso, a veces irónico, bastante demoledor en las polémicas, pero, por decirlo con una frase que es un verso buenísimo de José Hierro, «sin vuelo en el verso». Él era muy buen lector, había sido seminarista, estuvo a punto de ser cura, y su prosa era excelente, aunque con el tiempo la abandonó un poco para convertirse en alguien al que la mayor parte de la gente le parecía extraordinaria, aunque no lo fuera.

En una de aquellas ocasiones en que yo tuve que escribir el editorial fue cuando se iba un gobernador civil de la época (franquista, por supuesto). Me tocó la grandilocuencia, porque aquel hombre, Mariano Nicolás García, había hecho muy buenas relaciones en la isla, no se metió en demasiados berenjenales que lo hicieran antipático de cara a los eminentes poderes locales, poderosos y ladinos, por cierto, y merecía un elogio final de despedida, al menos en la consideración del director de EL DÍA.

Así que Salcedo me dejó en su despacho, me senté ante la máquina y solo le pregunté en esa ocasión:

–¿Qué extensión, don Ernesto?

A lo que él me respondió como lo hacía siempre en semejantes circunstancias:

–De arriba abajo.

Esa instrucción constituía un enorme riesgo porque el tabloide que es hoy EL DÍA era entonces un periódico tamaño sábana, como para resguardar un cuerpo entero. Y rellenar semejante extensión obligaba a mucha metáfora o pistolete, como dicen en Venezuela. Pero yo salí bastante airoso del trance, pues en aquel tiempo yo ya sabía imitar acentos y escrituras. En el Tagoror, la sección literaria que Salcedo me encargó montar, imité sucesivamente (ignoro si con éxito literario) las maneras de escribir de Gabriel García Márquez y de Mario Vargas Llosa, entre otros, y creo que no salí de ello demasiado malparado. En este caso, imitar al director me resultaba mucho más sencillo, por rutinario.

Lo cierto es que, al día siguiente, cuando se publicó el editorial de despedida, Mariano Nicolás hizo un aparte en su discurso oficial para agradecerle a Salcedo el tono de su editorial del día en EL DÍA. Entonces don Ernesto me buscó con lo más pícaro de su cara y me guiñó el ojo.

E

Y vino Gabriel Elorriaga.

Mariano Nicolás era un hombre curtido en los vaivenes políticos del franquismo, sabía qué había que hacer con los caciques, y tenía la suficiente hipocresía como para parecer una cosa y la contraria, sin duda como el propio Salcedo. Pero Elorriaga, el joven cachorro de la época Opus, creía que el monte era orégano, llegó cuando el caciquismo local tenía bien puestos a sus héroes, él los quiso mover (y los movió), así que se metió en un buen barrizal.

Además, a Elorriaga (al que en seguida llamaron en la isla El Chocolate) le tocó encarcelar a algunos líderes estudiantiles de la izquierda de entonces, entre ellos a Julio Pérez, luego, por cierto, gobernador civil de la democracia, y se hizo tan antipático como su propia figura, que era la de un señorito de Madrid incrustado en un mundo del que no supo salir. Yo mismo le llamé un día por teléfono por afearle la reclusión de Julio, que ya por entonces no solo era mi amigo sino, incluso, había sido mi paisano del Puerto de la Cruz. Cómo me atreví a llamar a tan alta autoridad para tal propósito confío en saberlo contar en una próxima entrega.

Compartir el artículo

stats