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ANÁLISIS

Servicio de limpieza

‘Ya no me duele’, la invitación de Ayoze Jiménez para ver cómo funciona nuestra indiferencia

En 2015 visité el Museo Van Gogh y de esa experiencia recuerdo, sobre todo, a un joven artista que estaba interviniendo una de las paredes; realizaba, pacientemente, un enorme dibujo con un lápiz verde. Trabajaba detrás de una catenaria y, a su lado, había un contundente cartel que advertía: «no molestar al artista». Esto generaba una inquietante escena: las obras del maestro holandés aparecían desatendidas ya que casi todo el público se hacía «selfies» con el dibujante quien, ajeno a todo, con auriculares y a su bola, nos daba la espalda. Ni el mismísimo Van Gogh pudo competir con una imagen tan «instagrameable».

Afortunadamente, no me encontré con este zoo en la Sala de Arte Contemporáneo de Santa Cruz de Tenerife donde Ayoze Jiménez está realizando, al tiempo que exhibiendo, Ya no me duele. No había ni cartel ni catenaria —en España, mejor no utilizar esta estrategia porque somos muy de psicología inversa— por lo que pude ver su interesante trabajo y charlar con él un rato.

Quien se acerque a este espacio sin saber de qué va Ya no me duele se encontrará con un mural en proceso. Y esto resulta raro ya que solemos enfrentarnos a las obras de arte ya limpitas y acabadas. El día en que se inauguró la muestra, el artista comenzó a ejecutar este site specific que, como digo, consiste en un mural que se va enredando por todas las paredes de las distintas salas, desgranando un relato acerca del viaje en patera que emprenden muchos inmigrantes en busca de un futuro mejor que su presente.

Este proyecto no acabará cuando el artista finalice el mural sino cuando lo borre, pintando encima, dando así a la pintura un doble papel: aditivo y sustractivo. Y es que la intención de Jiménez no es hacernos reflexionar sobre las situaciones vividas por estos inmigrantes sino acerca de lo poco o nada que nos afectan las imágenes que nos llegan sobre esta y otras tragedias. Según las vemos, las borramos persiguiendo, como anuncia el título, que no nos duelan. Ya no tenemos ojos, cerebro, estómago ni corazón para tanto y, así, juntamos una imagen y luego otra y otra hasta formar una pelota que va directa a una saturada bandeja, la papelera.

En una mesa estaban dispuestos unos bocetos con el resultado final de este trabajo. No me convenció demasiado la manera en que Jiménez ha decidido resolver el «borrado» de las imágenes: mediante manchas planas de colores vivos. En mi opinión, esta solución enfría demasiado la obra, estetizándola y restando fuerza a la idea principal.

Al entrar en la sala tuve la sensación de estar fuera de ella ya que las características más evidentes de lo que estaba viendo —pintura, pared enorme, inmigrantes sufriendo— suelen encontrarse en trabajos artísticos en las calles. Para esta muestra, Jiménez —como ya hiciera en la edición de 25 Pies de 2016— realiza un mural indoor, a salvo de sus principales depredadores: grafiteros sin escrúpulos, opiniones del populacho y cuadrillas de limpiadores del ayuntamiento; en fin, la vida. Me descolocó un poco y tuve que recomponerme hasta recordar que estaba en un cubo blanco.

Además, rememoré, casi de inmediato, La Balsa de la Medusa, la obra de Géricault de 1819. Ambas obras presentan varias coincidencias más o menos evidentes o sofisticadas: desde la propia imagen hasta que, como leí una vez acerca de la obra decimonónica, esta supone una alegoría al capitalismo flexible donde el mar simboliza la base inestable de nuestras vidas.

Sin embargo, lo que despierta mi interés es una enorme diferencia entre ellas. Ni Géricault ni Jiménez fueron testigos de aquello que representan, entonces ¿cómo obtienen las imágenes de las que parten? En el caso del francés, para cada personaje hizo posar a varios modelos —entre ellos Delacroix y dos supervivientes del naufragio— y, para lograr mayor realismo en los cadáveres, solicitó prestadas piernas, brazos y cabezas al Hospital Bouaye. Con todo ello, realizó unos 40 bocetos que completó a base de imaginación e intención.

Por su parte, Jiménez acude a la Red y sus problemas, en este sentido, se relacionan, por un lado, con la elección de unas pocas imágenes de entre un millonario ramillete y, por otro, cuidarse de no incumplir leyes sobre la propiedad intelectual. Esta reflexión, opino, se podría exprimir tanto y desde tantas perspectivas, que me pregunto si, acaso, no podría resumir —así, en un par de párrafos— el devenir de la humanidad en los últimos 200 años.

Además de reflexionar sobre esto —creo que por inercia— durante mi visita me preguntaba en qué parte de la sala colocarían, finalmente, las pantallas con vídeos, los ready mades que acompañasen la pintura; pero no, ni están, ni se les espera. Solo pintura. Confieso que en este punto, durante un segundo, casi me pierdo en el debate viejuno sobre si la pintura está muerta o no y, también, sobre el uso y abuso de la «pintura expandida» como un modo de justificar, hoy, su existencia. Opino que un artista es, como unidad mínima, alguien que tiene algo que decir; así, que lo cuente como le dé la gana: con pintura, escultura, con un plátano o todo a la vez. No creo que haya que justificar la pintura, existe por sí misma.

Más cuestiones. ¿Nos presenta Ayoze Jiménez una pintura de historia? Para mí, es un sí. Me baso en dos asuntos: primero, ¿quién o quienes son los protagonistas de este género pictórico? Como seguía pensando en la anécdota del Museo Van Gogh me acordé de un texto de Griselda Pollock en el que catalogaba el cuadro de este artista, Los comedores de patatas, como una pintura de historia moderna. Sobre este tema, Jacques Rancière declaraba en 2009: «Durante mucho tiempo esta cualidad histórica ha sido reservada a los grandes personajes, considerados como únicos sujetos de la Historia. Se puede hablar de historicidad democrática cuando no importa quién es susceptible de ser sujeto de la historia». Es en este sentido que, por ejemplo, Leon Golub o Gerhard Richter se consideran a sí mismos pintores de historia.

Segundo: en este tipo de pintura ¿es o no necesaria una distancia temporal entre lo ocurrido y su representación? El propio asunto de esta exposición responde. Cada imagen que vemos cae en el olvido de manera casi instantánea aportando, así, una distancia crítica hacia el recuerdo. Diría más, al ritmo que consumimos imágenes, la pintura es, quizás, demasiado lenta.

Finalizo. Ayoze Jiménez no tiene un lápiz verde sino un pincel con pintura rojo sangre seca. Tampoco nos da la espalda. El arte contemporáneo, no soluciona problemas, sino que los complejiza pero quizás, así, escarbando, lleguemos al fondo de algo. Me queda la esperanza de que, tal y como plantea Jiménez, las imágenes —aunque no visibles tras capas de pintura— siguen estando y, quizás, puedan crear un poso en nuestra conciencia; a pesar de que esta dispone de un eficaz servicio de limpieza.

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