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Alejandro de Bernardo

Curva a la izquierda

Alejandro de Bernardo

Volviendo, más que un gerundio

Volver. Con la frente marchita, como decía aquel tango, o con las marcas de las espinas tras la semana de pasión… lo importante y prioritario es siempre volver. Y cuando uno vuelve, cuando se regresa, es porque: primero, se sigue vivo, ya hayas tenido que resucitar o sencillamente no has padecido ni una ligera subida de tensión. Y, segundo, si volvemos es porque algo y, sobre todo, alguien nos está esperando.

Qué bonito es que te esperen, ¿verdad? Esperar o desesperarse. Ahí es nada. Nada que ver. El que espera desespera… diría que, precisamente, el que se desespera no tiene ni la esperanza de esperar. Nada. A nadie. Quizás esto es tan difícil… Cómo va a haber alguien sin nada… sin nadie…

No es su caso. No es el mío. Somos afortunados. Podemos volver. Y en el peor de los casos, podemos volver a empezar. Reset. Start. Partida nueva. Cuántas veces a lo largo de la vida hemos hecho borrón y cuenta nueva. Cuántas veces, mejor dicho, hemos creído que lo hemos hecho. Diría que ninguna. No hay amnesia capaz de borrar todo. Ni de un plumazo ni de cien. No somos máquinas. Estamos mal hechos. No podíamos ser perfectos. Gracias a Dios. Nunca mejor dicho.

Te pones a pensar mientras escribes en el vuelo de vuelta. Y en la fila de atrás, una pasajera tiembla. Como el avión. Desacompasada. El miedo nunca es rítmico. Ni armónico. Su miedo ni siquiera coral. Solo ella. Con apenas un par de contratiempos. Dos bebés que ríen y lloran a la vez. No pasa nada. El sueño de unos y los auriculares de los móviles de otros… blindan todo. Nadie se entera de nada. Resulta curioso. No sé si triste. Cómo hemos cambiado.

Mascarillas. No puedo leer los labios. Solo los pocos ojos de quienes hablan con la mirada. Difícil con los respaldos tan altos y las filas irrespetuosamente estrechas. Tenía la esperanza de que al taparnos la boca se nos abrieran los oídos. Solo lo hicieron las orejas. Nadie habla. Me quiero dormir. Hago juegos de palabras. Deshecho contar ovejas. El cielo está lleno de lana. Marco el número de Morfeo y me salta el contestador. Qué lata. ¿Y si le mando un correo? Se me cierran las pestañas. Así es imposible enviar nada. A lo mejor está por ahí y no me coge. Y si le hago videollamada… Eres tonto chaval, ¿quieres dormirte o qué?

El de mi derecha tiene el mismo peinado que Kiko Matamoros. Clavado. Seguro que es él. Igual le parece mal que lo ignore. ¿Y si le pido un autógrafo? Con esta gente nunca se sabe. Cómo habrá llegado tan alto. ¿De verdad pienso esto en pleno vuelo?… Ufff qué mal. A lo mejor estoy soñando. En estos asientos no hay quién escriba. Ni quién duerma. ¿Será que tengo insomnio como el protagonista del cuento de Borges Funes el memorioso? Irineo Funes padecía el síndrome del sabio, el que sufren las personas que lo recuerdan todo. Anteriormente era alguien que «miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo o de casi todo». Al caerse del caballo se enredó en un trauma cerebral que le dejó completamente paralizado de las piernas pero ganó la capacidad de acordarse de «todas las memorias más antiguas y más triviales». Sin capacidad para el olvido.

Los recuerdos, en exceso, son también una maldición. Peor incluso que los olvidos. Yo persigo los olvidos con vehemencia. Lo hago porque me duele este mundo a veces absurdo, a veces hipócrita, a veces cínico, a veces algunas veces...

–Señores pasajeros bienvenidos al paraíso. Les habla el comandante.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es

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