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Entender + con la Historia

La historia con chocolate sabe mejor

Hoy es Lunes de Pascua, o lo que es lo mismo, el día de la mona, una de las jornadas más celebradas por los niños de este país. Esta tarta es una de las reminiscencias que queda de la tradición católica en los calendarios familiares, aunque no se siga la liturgia de la Semana Santa. ¿Quién puede resistirse a caer en la tentación de un pastel de chocolate decorado con figuras de los personajes preferidos? (Desde aquí nuestra admiración al gremio de pasteleros, siempre atento a satisfacer a la clientela con patrullas caninas, spidermans, pikachus y lo que surja).

Originariamente, la mona era muy distinta. Era un pastel circular con huevos duros. Había que poner tantos como años tenía la criatura y el padrino tenía la obligación de regalarlo hasta que el ahijado celebraba la primera comunión, que era el momento en que se consideraba que los niños ya eran suficientemente mayores. El huevo es un elemento simbólico, que desde tiempos inmemoriales se asocia a la vida y el renacer, que es precisamente lo que se celebra el lunes: la resurrección de Cristo después de ser clavado en la cruz tres días antes, o sea Viernes Santo. Además, durante la primavera es cuando las gallinas ponen más y, por tanto, incluso en las economías más modestas solía haber excedentes de huevos el Lunes de Pascua.

En algún establecimiento todavía ofrecen la versión tradicional de la mona, pero los golosos ojos de los niños se deslumbran con las de chocolate (y quién no, ¿verdad?). Cuesta imaginar nuestra vida sin este producto, que cruzó el Atlántico procedente de América hace 500 años. Parece que fue Hernán Cortés el primero en llevar el cacao y el chocolate a Europa como una de las cosas exóticas que le habían llamado la atención de esas tierras. Claro que entonces no tenía nada que ver con el que tomamos ahora.

Para las civilizaciones americanas precolombinas, como los mayas y los aztecas, el cacao era un producto sagrado en torno al cual se estructuraban parte de sus creencias religiosas. Se tomaba en forma líquida durante ciertas ceremonias, no por su sabor, sino sobre todo por su efecto estimulante. Seguramente el sabor no nos gustaría, porque lo aliñaban con especias, hierbas e incluso guindilla. Para ellos tenía tanto valor que era moneda corriente para pagar los tributos y todo tipo de intercambios comerciales, desde comprar comida hasta adquirir un esclavo. La religiosidad en torno al cacao es un tema tan apasionante que habrá que buscar una excusa para dedicar un artículo entero solo a este episodio de la historia del chocolate.

Cuando los nuevos productos llegaban a Europa, necesitaban la aprobación papal porque venían de tierras infieles, pero cuando Pío V probó ese líquido espumoso, amargo y picante declaró que no era necesario ni prohibirlo porque nadie se querría beber algo tan desagradable.

Popularidad

Ahora bien, no todo el mundo opinaba igual y, adaptado al gusto europeo convirtiéndolo en un producto más dulce, se empezó a popularizar, provocando un nuevo debate teológico en el siglo XVII. Los jesuitas consideraban que el chocolate preparado con agua no rompía el ayuno pero los dominicos sí. Los primeros lo argumentaban basándose en los postulados de Santo Tomás de Aquino, que sostenía que solo la comida sólida estaba prohibida. Uno de los jesuitas que lo defendió con mayor vehemencia fue el cardenal Francesco Maria Brancaccio. Él y el papa Alejandro VII se disputan la paternidad de la frase: «Liquidum non frangit jejenum», o sea, «el líquido no rompe el ayuno». Era justo lo que necesitaba el cacao para acabar de conquistar el Viejo Continente.

Si en ese momento las clases altas ya se habían entregado al placer chocolatero, desde el momento en que les aseguraron que no irían al infierno si la bebían durante la cuaresma su consumo se popularizó aún más. Y no solo entre los ricos. Esto hizo que, poco a poco, se incorporara a los recetarios europeos. En esto tuvo mucho que ver el matrimonio de la infanta castellana Ana de Austria con el rey de Francia, Luis XIII. Pero eso ya lo contaremos otro día, que toca ir a comer la mona.

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