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Juan Pedro Rivero González

SANGRE DE DRAGO

Juan Pedro Rivero González

Cumplió con su promesa

No te extrañe esta expresión con la que titulo estas letras semanales en este lunes de pascua. No me refiero ni a la dinámica del marketing comercial ni a las propuestas electorales que, aun en medio de buenas intenciones de servicio, suelen ser engordadas de manera artificial para mover voluntades. Me refiero a la promesa de devolverle la vida y la esperanza a la historia.

Esa promesa solo la puede hacer alguien que conozca bien los límites de la historia y las posibilidades de la esperanza. Solo puede nacer de una voluntad humana que tenga también mucho de voluntad divina y de esas combinaciones yo conozco solo una. Y la que conozco, por lo que conozco y he experimentado –porque la experiencia personal es en este caso vital como argumento– cumplió con su promesa.

La fealdad de la dinámica tribal en la que nadamos no tiene la última palabra. La guerra y el dolor provocado no son inevitables. La exclusión culpable y la derrota aparente de la dignidad de la persona acabará. Quien lo dijo, lo cumplió rompiendo el techo de la existencia desde abajo, desde la última posición, desde la cola de la insignificancia histórica. Vino a situarse en el mejor lugar posible para cumplir su promesa: el último de todos y el servidor de todos. Y, de esta manera, al reventar la tristeza, nos salpicó a todos un poco o un mucho, dependiendo de cómo tuviéramos de abierto el paraguas de nuestra personal decisión.

La alegría ha penetrado en los circuitos cerrados de la tristeza y del hastío. Como la luz de las estrellas que murieron y cuya luz aún brilla en el cielo oscuro de nuestra azotea. Ellas ya no están, pero su luz sigue siendo eco visible de esperanza cósmica. El tiempo tiene aquí una medida distinta que allá. Símbolos que necesita nuestra tristeza vital.

Existe la esperanza de que los enemigos vuelvan a la amistad, de que los enemigos se den la mano y los pueblos busquen la unión. Existe la esperanza de que la reconciliación sea posible y que la unidad, la paz y la concordia pueda ser encontrada en el mundo. Si tú tienes derecho al escepticismo, yo lo tengo a la esperanza. Es cuestión de decidir dónde mirar y con quién ir al baile de la historia. Igual conviene bailar con la más fea realidad imaginada donde la víctima muere, y poder amanecer y despertar al lado de la esperanza y de la alegría regalada. Son cosas de la elección.

A diferencia de la mayoría de las series de Netflix, en el caso que nos ocupa, el protagonista muere, pero no desaparece de la historia. Su muerte es precisamente el principio de la historia. Porque hemos celebrado la semana santa recordando una historia de la que todos conocemos el desenlace. Y esa muerte real es tan real como la resurrección posterior al tercer día. Y eso cambia siempre la historia devolviéndonos a la alegría prometida.

Lo vimos hundirse bajo el peso de la traición, bajo el lodo de la sentencia injusta. Lo vimos cargar con el madero y ser traspasado. Lo vimos humillado y sin apariencia humana. Lo vimos así, y lo vimos también tan espectacularmente transformado que nuestros ojos no lo reconocían. Fue tremenda la sorpresa.

Y volvimos a encender la antorcha de la esperanza. Y recuperamos la alegría. Sí, la de verdad, la que no se apaga ni con toneladas de malas noticias.

Qué necesidad hay de que alguien cumpla las promesas que hace. Qué necesidad tan necesaria de que volvamos a despertar en un mundo en el que todos reconocemos que existen derechos en las personas y que, por supuesto, la dinámica ciega de la economía no tiene la última palabra.

Existe un final feliz para la historia.

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