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Limón & vinagre

La inmutabilidad longeva

Más allá de la piel láctea, del cabello cardado blanquísimo, de la sonrisa ancha, casi plebeya, dominan el rostro los globos oculares, aunque de tamaño discreto, la fijeza de una mirada azul acero, implacable. Ojos obstinados, penetrantes, fríos. También cansados, pues la reina de los británicos acaba de cumplir 70 años de matrimonio con la corona y el cetro; o sea, el Jubileo de Platino, cuya celebración oficial está prevista para principios de junio. Tal vez sin pretenderlo, Isabel II ha rebasado la marca de su tatarabuela la reina Victoria, la constructora del imperio, y solo le faltan un par de años más para sobrepasar a Luis XIV, el rey Sol, récord absoluto de un monarca europeo en el trono. La sedimentación del tiempo sobre su espalda encorvada hace que los números se desparramen en su biografía: 5.000 sombreros lucidos sobre su regia cabeza, la compañía de 30 perros de raza corgi –un chucho más bien feo– y el baile con 14 primeros ministros desde Winston Churchill para acá. Con Margaret Thatcher, por cierto, compartía la afición por los caballos y las carreras.

Dos atributos sobresalen en su personalidad, en lo que conocemos de ella: longevidad e inmutabilidad. Es el primero, la vejez y su engañosa gravitas, lo que refrena el vertido de vitriolo o de alguna otra sustancia corrosiva sobre su figura: la reina cumplirá 96 años el próximo 21 de abril. Ya la vimos extremadamente vulnerable hace un año, de luto riguroso, la mascarilla negra también, en el último adiós a su esposo, Felipe de Edimburgo –el amor de su vida, aunque mediara alguna cana al aire del duque–, sentada sola en la capilla de San Jorge del castillo de Windsor, apartada de los demás miembros de la familia real por las exigencias del covid, serena, con aparente entereza. El relajamiento de las medidas profilácticas ha permitido que la semana pasada se celebrara al fin un servicio religioso en memoria del duque de Edimburgo en la abadía de Westminster, una ceremonia de pompa y circunstancia, como mandan los cánones, con el desfile preceptivo de royals europeos, esas camadas guapas de sangre azul que acabarán extinguiéndose por sí mismas, como lo hicieron los dinosaurios, sin necesidad de meteorito republicano alguno. En ocasiones así, los de abajo, el populacho, adquirimos conocimientos imprescindibles para la existencia: ¿por qué Isabel II, la reina Letizia y otras damas escogieron el verde botella para asistir al homenaje? Pues no solo porque es alivio de luto, sino también porque esa tonalidad se denomina «verde Edimburgo». Un guiño conmovedor.

La monarca británica entró al templo por una puerta lateral, apoyada en un bastón por sus problemas de movilidad y del brazo del príncipe Andrés para mandarles un mensaje a sus súbitos y al mundo: se ha comportado como un cabra loca, todo lo que queráis, pero es mi hijo, mi favorito, y yo ya lo he perdonado. Mamá también le ha ayudado a pagar los más de 14 millones de euros que ha costado el acuerdo en la demanda civil que le interpuso Virginia Giuffre, acusando al duque de York de haberla agredido sexualmente en tres ocasiones cuando ella tenía 17 años. Mamá tiene mucha pasta; mamá posee una fortuna privada que ascendería a 400 millones de euros.

Los hijos han sido precisamente el principal quebradero de cabeza de la soberana, cuatro vástagos y sus descendientes que han zarandeado el segundo de sus rasgos distintivos, a saber, la imperturbabilidad. Ella querría permanecer inalterable, como un ancla en medio de la tempestad, aferrada a la tradición y a su sentido del deber, y los niños erre que erre con sus ventoleras de cama y corazón. El Megxit de su nieto Harry con Meghan Markle ha sido el último escándalo, pero los más veteranos del lugar recordarán el célebre annus horribilis de 1992, cuando no solo se le incendió el castillo de Windsor, símbolo de la permanencia de la monarquía, sino que se encadenaron las rupturas de tres de sus cuatro hijos: Ana, Andrés y el príncipe Carlos, heredero de la corona, casado con Diana Spencer, rubia, anoréxica, súper mediática y querida, cuyo brillo llegó a opacar el de la soberana. A las turbulencias, se sumaron las acusaciones de falta de transparencia en las finanzas, que la obligaron a pagar por primera vez impuestos sobre sus ingresos.

La reina inclinó la cabeza cuando el féretro de Lady Di pasó por delante de ella en 1997. Lo nunca visto. Reconoció que se había equivocado en la gestión de su muerte, y desde entonces ha puesto todo su empeño en ofrecer una imagen menos fría y protocolaria de la monarquía. Menos anquilosada.

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