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Francisco Pomares

El horror

El horror descubierto en las calles de Bucha e Irpin, tras la precipitada retirada de las tropas rusas, no deja lugar a dudas. Las cifras de personas fría y cobardemente asesinadas de un tiro en la nuca, con las manos atadas a la espalda, son escalofriantes. Las imágenes que llegan a través de las redes sociales, superando (de aquella manera) la censura que el buen gusto autoimpone a los medios de masas, nos revuelve el estómago y la conciencia. Qué extraño es este mundo nuevo de internet, empeñado en protegernos de la visión de un pezón femenino, pero sin el menor prejuicio o reparo a la hora de presentar con complacencia la depravación a la que puede llegar el ser humano.

Es cierto que lo que vemos no es muy distinto de lo que Rusia ya hizo en Grozni y Alepo, la misma estrategia de tierra quemada, pero la diferencia es que ahora nos pilla más cerca, y el ruido de la maquinaria de la muerte llega con más estruendo. Frente a la matanza en el extrarradio de Kiev, a los testimonios de sus vecinos ocupados, saqueados, violados y saqueados por un ejército de reclutas de entre 18 y 27 años, los hay que prefieren reflexionar sobre la inesperada derrota de Putin en la primera gran batalla de esta guerra. Es una impresión escasamente consoladora ante el precio que Ucrania está pagando por el éxito de su resistencia, y poco práctica en términos geopolíticos. Sólo demuestra dos cosas que quizá habíamos olvidado en nuestro confortable y seguro mundo de certezas: una es la ferocidad con la que puede llegar a defenderse un pueblo agredido, y la otra es que la derrota es muchas veces fruto del exceso de confianza. Putin y los suyos creyeron –como lo creímos todos– que su invasión de Ucrania sería un paseo militar, como ocurrió hace ocho años en Crimea, pero todo su plan de invasión se fue al garete por no calcular los plazos, la logística, la capacidad de respuesta ucraniana.

Lo que viene ahora, esa retirada para reagrupar a sus fuerzas dispersas, que ha dejado en su huida ante el enemigo más armamento del que Rusia ha sido capaz de destruir en combate, no debiera llamar a engaño a nadie: esto es posiblemente la calma que precederá a una más intensa y brutal tempestad de fuego sobre las ciudades ucranias, candidatas a ser todas ellas Mauripol, una nueva devastación pagada con el dinero de esta Europa nuestra, tan solidaria y tan neutral, que aplaude el heroísmo ucraniano desde la grada, pero es incapaz de romper con la dependencia energética que le compra la munición al ejército de Putin. Es verdad que se ha hecho mucho más de lo que nunca creímos que Occidente llegaría a hacer, pero nuestro cinismo –esta decisión de dejar que se maten entre ellos con nuestros sobrantes de armamento–, por más que cargado de sensata prudencia y buenas intenciones, no se queda muy atrás del de Putin y sus asesinos.

Ellos intentan de nuevo convencernos de que los pobres muertos de Bucha enterrados precipitadamente ayer en fosas comunes son un montaje de Zelenski, como lo eran los cimientos arrasados de Mauripol, sus vecinos sepultados bajo escombros, o esta invasión que nunca nunca nunca se iba a producir, que era apenas un invento de los nuevos nazis ucranianos.

El drama es que esto acaba de empezar, y Europa ya empieza a cansarse de la catástrofe. Ayer ganó Orbán las elecciones en Hungría, y el presidente polaco decidió romper la unidad europea, acusando a Francia y Alemania –sobre todo a Alemania– de connivencia con Putin. Así empieza la división: en Francia gana terreno frente a Macrón la derecha reaccionaria, alimentada durante décadas con dinero ruso. Occidente comienza a mostrar sus costuras, y la crisis nos pesa hoy más que cualquier imagen del terror ya vista antes. Recordando Grozni: Rusia comenzó perdiendo la guerra en su propio país, después de dos años matándose entre compatriotas. Cuando Putin sucedió a Yeltsin comenzaron los atentados terroristas en Moscú, que sirvieron de excusa para reiniciar la guerra y arrasar a muerte una región entera. Ucrania se enfrenta a un criminal de guerra que nunca ha sido juzgado, al que no le importa sacrificar a una generación de jóvenes, y además cuenta con una enorme despensa nuclear. Quizá obsoleta. Pero da igual: Occidente no va a salvar a Ucrania. Va a apoyarla para que desarme y arruine a Rusia.

Es difícil que los aplausos sirvan para que Ucrania pueda ganar.

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