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El efecto dominó

La inflación es un dominó que cae por la fuerza de las leyes físicas. Los primeros años de globalización la habían amansado, gracias al efecto de la sobreoferta. De repente, se unieron dos factores deflacionistas que empujaban los precios a la baja: por un lado la tecnología, que abarata los costes de producción y, por el otro, la reducción de los salarios como consecuencia de la sobreabundancia de trabajadores en un mercado abierto. La inflación contenida permitía mantener unos tipos de interés bajos y financiar un endeudamiento público –y privado– que parecía no tener límites y que, en cierto modo, nos trajo la crisis de 2008; pero también nos permitió salir de ella mediante la vieja táctica de escapar de una burbuja creando otra. «¡Póngame otra burbuja!», rezaba entonces una clarividente viñeta de la revista The New Yorker, iluminando como solo el humor sabe hacerlo las contradicciones de la vida en sociedad. Y por supuesto la burbuja llegó, hinchando primero el precio de los activos –acciones de bolsa, vivienda en zonas premium– y, más tarde, disparando el coste de las materias primas. La abundancia de dinero y la falta de oferta hicieron el resto, con la inestimable ayuda de una pandemia planetaria y de una guerra en el corazón energético y agrícola de Europa. Los cisnes negros visitan más bien los organismos debilitados, como es nuestro caso –el europeo y, más sangrante aún, el español–. Sin músculo presupuestario ni equilibrio fiscal, el campo de actuación de nuestro país se limita a la liquidez que conceda la UE, tal como sucedía con los protectorados. Decir que somos un protectorado europeo puede parecer una definición arriesgada, pero no es del todo inexacta.

El retorno de la Historia a Occidente ha coincidido con la vuelta de la inflación y su efecto dominó. Al igual que los demonios encerrados en la caja de Pandora, nadie sabe muy bien a dónde nos conducirá el vendaval incontrolado de los precios, dando por descontado el empobrecimiento de los trabajadores que dependen de un sueldo. La erosión de los ahorros va unida a los cierres patronales debidos a unos costes inasumibles por falta de rentabilidad y a la creciente presión de sindicatos y transportistas, lógica por otra parte. Para el gobierno de Sánchez se trata de una coyuntura endiablada, en la que se unen los años pandémicos y la creciente tensión con sus socios. Incluso la subida de los impuestos tiene sus límites, y más en circunstancias que no son precisamente de bonanza. La inflación permitirá incrementar los ingresos públicos y reducir de forma natural el peso de la deuda, aligerando su carga; pero sólo hasta cierto punto y a costa de grandes sacrificios para la ciudadanía. Dos décadas de recortes terminan tiñendo la democracia de un pesimismo existencial profundamente corrosivo. ¿Logrará salvar Pedro Sánchez el match ball del descontento social o se verá forzado a un adelanto de elecciones? El sentido de las encuestas dictará sentencia, aprovechando quizás el momentum de Vox y su efecto divisivo sobre el voto conservador. Se diría que a Feijóo le gustaría esperar y afianzarse –y quizás también dejar que la inflación y la economía continúen debilitando a los socialistas–, mientras que Vox preferiría que los comicios tuvieran lugar cuanto antes. Pero esto ahora es lo de menos, porque la decisión corresponde a Sánchez y sus augures, que suspiran para que la inflación no llegue como un diluvio sobre la economía española.

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