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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

Amor en clave

No quisiera yo defraudar las expectativas de nadie, pero, contraviniendo mi querencia por la fábula, les diré que no hay nada falso ni maquillado en esto que a continuación les voy a relatar.

Hace ya unos cuantos años, por motivos que no vienen al caso, me enteré de que el teletexto, esa pretecnología que ya creíamos olvidada, era la manera más extendida, y relativamente fácil, de comunicarse con el exterior para los reclusos de diversas cárceles.

Por pura curiosidad –que es lo que siempre me ha movido y, bien o mal, me ha traído hasta donde estoy– decidí indagar un poco más en el asunto y supe, también, que, aunque lleva muchos años prohibido dentro de las prisiones, este método se ha seguido usando hasta hace bien poco para todo tipo de comunicaciones, menesteres que ustedes imaginarán y que yo no pienso detallar. Y, también, para las cosas del amor, que, como es bien sabido, no tiene horario ni fecha en el calendario. De modo que presos y presas, durante décadas, han acudido a ese método vintage pero efectivísimo para ponerse en contacto con cada pareja, amante o pioresnada que les espera, es de suponer, a su salida.

Conocí, también, a la integrante de una de esas parejas que accedió, tras darle yo mucho la vara con el tema, a contarme su historia que no es otra que esta:

La mujer tenía un hermano preso por las cosas del tráfico a media escala. Que ella insistía mucho en aclarar que era «pequeño trapicheo sin importancia» pero se ve que en lo del tamaño y gravedad del delito el juez y el hermano no se pusieron de acuerdo, con lo que al individuo le cayó su buena tanda de años.

Total, que la mujer, como haría cualquier familiar excepto si, como yo, tiene miedo cerval a las cárceles, iba a visitarlo todo lo que podía. Y allí, poco a poco, se fue enamorando de otro recluso, porque cuando el amor llega así, de esa manera, una no se da ni cuenta. Y porque muy buen ojo tampoco tenía.

De manera que, ante la imposibilidad de tener contacto fuera de lo estrictamente marcado por Instituciones Penitenciarias, su flamante novio le hizo saber que podían «hablar» a través del teletexto. ¿Cómo? Pues igual que las damas mandaban, en otros siglos, señales a sus pretendientes usando el abanico. Igual que hizo el señor Morse cuando inventó su código: En clave.

Así que, entre ambos, fueron eligiendo un listado de palabras concretas de uso general, aparentemente inocentes, que servían para ir tejiendo su historia de amor en particular, porque significaban cosas que solo ellos dos podían descifrar.

Las páginas de citas y ofertas que sigue teniendo abiertas el teletexto nadie sabe con qué fin, se llenaban, entonces, de mensajes de ida y vuelta entre CaballoViejo23 y Amada314. Cuando se hablaba de amor, todo eran metáforas vegetales: alhelí, clavellina, lirio… Cuando se hablaba de sexo, todo eran metáforas animales, que ya llevaban ellos encima muchos carnavales y muchas bachatas rosas. El pez y la pecera y las burbujas de amor por dondequiera salpicaban la pantalla de píxeles en rojo incandescente, azul eléctrico y amarillo limón, hasta que Amada, convertida a la fuerza en sagaz escudriñadora, se dio cuenta de que Caballo Viejo ofrecía su alhelí y su pececito a otras macetas y otras peceras y, tras unos cuantos insultos en crudo, ya sin clave que valiera, a la vista de todos, dejó al descubierto al desleal, dio por cerrada su aventura, se echó un novio estibador y, desde entonces, no se acerca ni a la tele ni a la cárcel. Por si el carutal reverdece y el guamachito florece, que nunca se sabe.

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