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Alfonso González Jerez

Federico Jiménez Losantos | periodista

Alfonso González Jerez

Un balazo en el alma

«Mi vida/es un pequeño poema/que empieza por el final». Es un haiku de Federico Jiménez Losantos. Al menos métricamente lo es y no miente del todo. Encierra la condena del más brillante libelista de la derecha española. Lo que quedará de él es su extraña vuelta a los orígenes. Hace medio siglo descreía de la democracia parlamentaria y era comunista. Después de una larga carrera periodística envuelta en llamas ha terminado descreyendo de nuevo de la democracia para fungir como airado apologeta de la flamante extrema derecha española. Entre ambos hitos, ha malbaratado su talento como periodista y escritor. Muchos han denunciado su afán por el dinero o sus ambiciones políticas. Se equivocan. Lo que ha buscado durante décadas es ser reconocido como el mandarín de una subversión de derechas carpetovetónicas. Como un líder intelectual cuya influencia fuera capaz de emocionar a un país, recuperarlo de sus extravíos en los mefíticos pantanos socialdemócratas y reconducirle hacia sí mismo.

Primero lo intentó con ironía y sarcasmo; al final, con la mentira y cierto sadismo crítico explosivo. Entre Donoso Cortés y el Joker ha ido la cosa. Pero antes está su prehistoria. Sus años estudiantiles y sus lecturas omnívoras, su etapa como profesor de bachillerato, los artículos en El viejo topo, la fundación con Alberto Cardín de la admirable revista Diwan o la publicación de su primer libro –y el mejor con diferencia–: Lo que queda de España (1979). Era ya una requisitoria contra el nacionalismo catalán y contra el modelo de inmersión lingüística establecido por Jordi Pujol. Por un momento Jiménez Losantos pareció ser la vanguardia de un progresismo antinacionalista en el que muy pocos años después figuraron Fernando Savater o Félix de Azúa. Pero no. No era un argonauta de la decepción de la izquierda. No bajaría de la loma del progresismo melancólica, sino que se echaría al monte de la derecha.

El viraje ideológico derivó de tres acontecimientos: una visita a la República Popular China, que vino a confirmarle lo que ya sabía o creía saber sobre la verdadera naturaleza de los regímenes comunistas al no encontrar gambas en su cuenco de arroz; su secuestro por el grupo terrorista catalán Terra Lliure y, poco más tarde, su eripsela frente a las mayorías absolutas del PSOE de Felipe González. Casi nunca habla del miserable atentado del que fue objeto, pero fue determinante en su evolución. Muchos de sus raptores terminaron finalmente incorporándose a ERC. Lo dejaron atado a un árbol, desangrándose.

Es posible definir ciertas constantes ideológicas en la acción política y periodística de Jiménez Losantos durante los años ochenta y hasta principios de los noventa, pero su espíritu (y su estilo) se fueron entenebreciendo y pauperizando. Las palabras ya no fueron instrumentos de mediación, sino puñales infectados de babas sulfúricas, resentimiento militante y un desprecio inversamente proporcional a su estatura. Lo más grave era la pérdida de un mínimo rigor intelectual. Su propia inteligencia hermenéutica recibió al final el mismo trato que cualquier otra cosa que impidiera la prosperidad de aniquilaciones y fobias. Su ambición cultural se redujo a un sistema de citas para enfangar a un ministro, a un director general, a un partido o a la Iglesia católica, que mereció lo suyo cuando ocurrió lo impensable, es decir, que lo echaran de la COPE.

Lo de la COPE, en 2009, también lo desangró, atado en esta ocasión a un baobab con César Vidal. Ya había atravesado la última línea que separa al periodismo de cualquier chiquero el 11 de marzo de 2004, cuando junto a Pedro J. Ramírez urdió una de las insensateces más repugnantes de la historia del periodismo español contemporáneo. Los ataques terroristas a cuatro trenes de cercanías de Madrid se habían llevado a cabo (berreó) gracias a una atroz colaboración entre servicios secretos españoles filosocialistas con el terrorismo islamista. El objetivo: «Echar al PP del poder y cambiar de raíz la historia de España». La conspiración del 11-M era tan extensa que parecía extraño que el propio Jiménez Losantos no perteneciera a la misma y se entregara a la Guardia Civil.

Lo que ya parecía un paroxismo insuperable en el linchamiento como estilo radiofónico ha alcanzado una altura apocalíptica desde el regreso del PSOE al Gobierno español y la consolidación de Pedro Sánchez como presidente. Jiménez Losantos ridiculiza a un Gobierno que utiliza el francomodín a la menor de cambio, pero se ha instalado cada vez más cómodamente en un guerracivilismo supurante. Después de tantos años de denuncias y querellas, de insultos y encabronamientos, de esputos verbales y dispepsia retórica, es difícil distinguir en el pequeño maestro del arte de injuriar a un liberal o a un conservador. Un conservador es Roger Scruton en Inglaterra o Gregorio Luri en España. Un conservador es un hombre moderado y prudente, nunca un energúmeno o un poseso. Un liberal admite que el derecho a equivocarse lo comparte con el prójimo y viceversa.

A Jiménez Losantos se le sigue no por su amor a la verdad o su lucidez incomparable, sino porque ofrece la indignación, la bilis y el odio como un espectáculo incesante que seduce como un cabaret y hiede como una carnicería. Un reaccionario maravillosamente inteligente, Nicolás Gómez Dávila, escribió que «el suicidio más acostumbrado en nuestro tiempo es pegarse un balazo en el alma». Es lo que ha hecho Jiménez Losantos. Durante lustros pulió el arma y apuntó pacientemente y al final apretó el gatillo y el ruido del pistoletazo es lo que escuchan sus oyentes cada mañana.

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