Este lunes por la mañana nos levantamos pendientes de si todo el colectivo de transportistas volverá al trabajo después de que el Gobierno y las principales entidades que representan al sector llegaran a un acuerdo el pasado viernes. Durante las protestas de estos días, uno de los puntos de atención ha sido el puerto de Barcelona, donde llegan buena parte de los productos procedentes del extranjero. Desde allí los contenedores se distribuyen por carretera mediante camiones, que hacen llegar las mercancías donde convenga. Aquel montón de vehículos son una pieza clave del complejo engranaje logístico que hace funcionar la economía tanto a escala local como global, porque si no circulan, las tiendas quedan desabastecidas; pero además se puede llegar a colapsar el puerto porque el espacio de almacenamiento está pensado para que los contenedores vayan saliendo.
La profesión de transportista es dura y sacrificada: muchas horas en la carretera lejos de casa con unas condiciones económicas muy mejorables y siempre pendientes del precio de los combustibles, que les afecta directamente el bolsillo. Sus antepasados, los arrieros, no tenían este problema porque utilizaban animales, pero también tenían una vida llena de dificultades.
Para empezar, había muy pocas carreteras y en malas condiciones. Las infraestructuras viarias estaban diseñadas con la mentalidad centralista y radial de la monarquía absolutista, que reinaba desde Madrid. Buena prueba de ello es que la más importante, que se llamaba Camino Real, conectaba la Corte con la frontera francesa pasando por Barcelona. El hecho de desplazarse con tracción de sangre obligaba a planificar paradas a menudo para alimentar a los animales. En el territorio catalán esas paradas se solían hacer en Lleida, Cervera, Tàrrega, Mollerussa, Manresa, Sabadell, Terrassa y, después del núcleo barcelonés, también en Mataró, Girona y Figueres antes de llegar a La Jonquera. Como se avanzaba paralelamente a la costa, se abrían caminos perpendiculares que conectaban con los principales puertos de cabotaje, porque en aquellos tiempos era más fácil mover las mercancías por mar que por tierra.
Incluso se utilizaba el Ebro para mover trigo entre Zaragoza y Lleida. Ya hace años, la historiadora Núria Sales investigó el negocio de los arrieros que operaban en las comarcas de Tarragona durante los siglos XVIII y XIX. Tras analizar la documentación conservada en los archivos, constató que solo hacían el desplazamiento por tierra si el río no llevaba suficiente caudal. Entonces se utilizaban mulas en convoyes que podían llegar a 50 o 60 animales cargados con sacas.
Al igual que ahora ocurre con los camioneros, los arrieros también hacían jornadas laborales muy largas y podían pasarse hasta doce horas en la carretera, que estaba llena de peligros. Hay que tener en cuenta que a lo largo del siglo XIX se vivió la ocupación napoleónica y tres guerras civiles, que enfrentaron al gobierno con los carlistas. Cuando existía alguno de estos conflictos, era habitual que los transportistas fueran acusados de espías y entonces eran víctimas de pillaje. Por no hablar de los bandoleros que les podían asaltar en cualquier momento. A veces el botín conseguido era muy suculento porque, además de mover mercancías de un punto a otro, sus servicios eran utilizados para llevar dinero en metálico para realizar pagos de operaciones comerciales.
En algunas poblaciones el gremio de arrieros tenía mucha importancia. Este es el caso de Igualada, localidad famosa por la fabricación de papel y las curtidurías de piel. Para las factorías, el servicio de transporte era de vital importancia para hacer llegar los productos a Madrid y Barcelona, desde donde a través del puerto exportaban a todo el mundo por vía marítima.
Las empresas igualadinas eran conscientes de su importancia y los tenían en gran consideración. Al fin y al cabo eran vecinos del municipio y entre todos hacían que el negocio funcionara y la ciudad prosperara. Quizás el problema es que ahora no sabemos cómo se llama el transportista que hace que encontremos el supermercado lleno cuando vamos a comprar.