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Alejandro de Bernardo

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Alejandro de Bernardo

La oreja verde

Ahora que el tiempo de la serenidad me ha elegido para que los dos saquemos lo mejor de nosotros mismos… aterrizo en asuntos en los que –tal vez por cotidianos– no lo había hecho antes. Y no porque no hubiera reparado en ellos o careciesen de importancia, todo lo contrario. Hoy quiero hablarles de la trascendencia de escuchar. «Se aprende más escuchando que hablando» he repetido con asiduidad a mis alumnos. Comienzo la frase y la continúan mis hijos con el soniquete del «sí, papá… ya lo sabemos».

Tengo grabado a fuego los esfuerzos de Luis Feliciano, extraordinario y entrañable profesor de la Universidad de La Laguna, cuando nos explicaba las características de la entrevista –de la entrevista perfecta, si quieren–. Cómo no se cansaba de repetir la importancia de escuchar al entrevistado. Por encima del guión preestablecido. Si no escuchamos corremos el peligro de que lo que queremos saber se quede a medias, pues no volveremos sobre el asunto y además de defraudar al protagonista, dejaremos a medias a la audiencia.

Es probable que tras dos años sin encuentros presenciales en tantas cosas, la corriente de empatía intensifique los abrazos y amplíe las sonrisas en las miradas, pero hay muchas ganas de hablar, de transmitir, de sacar tantas cosas amordazadas por la pandemia… que si alguien te escucha estás salvado.

«Si un ser humano te escucha, estás salvado como persona», sentencia el psicólogo norteamericano Carl Rogers. Parece que escuchar es fácil. Que basta no tener tapones en los oídos. Sin embargo, creo que se trata de una tarea tan compleja que, por mucho que lo trabajemos, nunca llegaremos a hacerla perfecta.

Demasiados ruidos: prisa, redes, burocracia, automatismos, móviles, pantallas, soledades, miedos, egos de todo tipo y de los de siempre… juntos o de uno en uno nos dejan al margen del otro. De los otros. Y a ti de todas. De todos.

Y si es difícil escuchar en general, resulta mucho más difícil saber escuchar a los niños y a las niñas, o a esos seres tan en su mundo como los adolescentes. Los adultos tendemos a dar consejos inmediatamente. No podemos evitarlo. Así que los dejamos callados o casi. Y les catalogamos de poco habladores. Sobre todo con sus padres. Tampoco ayuda nada esa tendencia nuestra de reprochar, ridiculizar o culpabilizar al que habla. Por lo que dice o por cómo lo dice. Da igual.

No se puede escuchar sin mirar. Ni tener prisa. El que escucha ha de estar tranquilo y no aparentar aburrimiento o cansancio. Pero lo más importante es nuestra actitud. No podemos hacer juicios de valor, o tener miedo a los silencios. Hemos de ir más allá de las palabras. Más allá de lo paraverbal.

Cuántas veces niños y jóvenes nos quieren decir algo y cuando empiezan a hablarnos, suena nuestro móvil y sin dejar la conversación les indicamos con gestos que nos sigan diciendo qué es lo que quieren. Eso… es faltarles al respeto. Nunca lo haríamos con un adulto. O sí.

Otras veces estamos más pendientes de lo que vamos replicar que de lo que nos están contando. Cuántos malos ejemplos de mala escucha ven nuestros niños y jóvenes en los programas de televisión: faltas de respeto, atropellos verbales, interrupciones, insultos, agresiones, mentiras… Con algunas personas no se puede meter ni una palabra, ni siquiera de canto.

Tener auténtica oreja verde, que es la escucha de calidad y activa, no es nada fácil. Pero hay personas que las tienen. Que llevan escrita en la frente escucho. Si conoces alguna cuídala. Son de las pocas capaces de llevarte en volandas hasta el territorio de la ilusión. ¿Quieres ser tú una? Yo estoy en ello.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es

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