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Juan Cruz Ruiz

Las vocaciones del joven maestro

Durante años ha sido el más joven de su generación, aunque fuera el mayor de quienes nacimos más o menos al amparo de los mismos años, a finales de los cuarenta del último siglo. En aquel entonces en Canarias no había tan solo una dictadura sino una rara represión moral acelerada por un iglesia torpe y entrometida, mucho más entrometida que cualquiera de las capillitas que mancharon de pus nuestra posguerra.

En aquel entonces Fernando Delgado, que ahora acaba de mandar al infierno a toda la morralla que ha hecho inmoral la política española (de Levante a Occidente, pasando por nuestro Archipiélago Canario), era un adolescente llamado por la poesía a darle el nombre exacto a las cosas. La radio fue su primera vocación, la ejerció como para triunfar en ese monumento cotidiano a la palabra que informa y excita. Triunfó ahí, y alcanzó cotas de audiencia que lo hicieron popular en el cielo y en el infierno, donde habitaban en un tiempo sus enemigos más explícitos y también aquellos que no se atrevieron a decirle a las claras que la envidia los llevaba a un desdén al que él no respondió en ningún caso. Un caballero que siguió siendo un muchacho.

Caminaba como un poeta y era un poeta, recitaba como un poeta y era un poeta, y pronto, además, se hizo un narrador cuya escritura llegó a ser referencia de todos nosotros: cómo llamar a las cosas, cómo explicarlas con el aliento de la poesía. Él se sabía el metro y la música, y en cualquier ocasión era capaz de improvisar una metáfora, con el adjetivo justo, con la rabia que se le exige a alguien que defiende los derechos de la ciudadanía en peligro de olvido.

La rabia, que ahora exhibe para memoria de los que tienden a olvidar cómo fueron los peores tiempos, ha combinado muy bien con su carácter, pues puede ser un sabio tranquilo, pero cuando se enciende, cuando deja a un lado las contemplaciones, avanza las manos, las retuerce y las convierte en fuego con el que va derribando uno a uno los pedestales de los sinvergüenzas, de la iglesia y aun más abajo. Nunca dejó que esa manera de ser, la combinación de rabia e inteligencia, nublara su vista para la métrica, así que su escritura es también ironía y música, aire que domina lo que va diciendo para que no quede, en quien le lee, solo el rastro del fuego.

Queda en uno, cuando lo lee, ese ritmo que era característico cuando se ensimismaba y empezaba a tararear, para sus adentros, cualquier ocurrencia que luego nos enseñaba en papel, como quien acaba de regresar de un coloquio fértil con sus maestros. Además, ha sido y es el más generoso de todos nosotros, así que ha tenido enemigos también por ese lado, pues lo perdona todo, pero no se olvida de que el mundo está lleno de las espinas que abundan en este Todos al infierno con el que regresa a la novela.

Nunca ha dejado de ser isleño, aunque tampoco presume, y podría presumir más que los que creen (o creemos) que el mundo reside en nosotros porque somos, ay, dueños de las islas, cuando las islas y las calles no tienen dueños, como tampoco tiene un único dueño el don de la poesía.

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