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Serguéi Lavrov | ministro ruso de asuntos exteriores

‘Mister Niet’ con voz de tango

El tango siempre tuvo mala fama. Se consideró música de lupanar, de reyerta, de navajazo en el galpón a la luz de la luna, lamento de cornudos, la banda sonora de la traición, al cabo una tristeza que se baila. Y a decir verdad, el caballero de la foto, el ministro ruso de Asuntos Exteriores, tiene una voz templada para el tango, una tesitura grave de rapsoda, de susurro encamado.

Sabemos que al hombre le gustan el jazz, los Beatles, Frank Sinatra, y que toca algo la guitarra. A buen seguro entona las canciones afinado, pero el baile, ay, ese deslizamiento sensual de piel con piel, no es lo suyo. Con Serguéi Lavrov, quien justo ayer cumplió 72 primaveras sobre este cambalache llamado mundo, no se puede bailar el tango: no está autorizado.

Se adivina fatiga en su rostro, en el desmayo de las mejillas, en los surcos de marioneta que enmarcan la boca prepotente, un ajamiento que, más allá de revelar el paso sulfúrico del tiempo, es síntoma de aperreo, de un cansancio casi metafísico. Sin estar autorizado a bailar, le ha tocado hacerlo con la más fea. ¿Cómo masticar el horror? La guerra con Ucrania lo encuentra incómodo, obligado a hacer malabares para argumentar lo injustificable. En Moscú, en todas las cancillerías europeas, se intuía que    estaba en contra de la acción militar, que sus dudas fueron desoídas, que la invasión lo pilló de sorpresa, arrinconado por el ministro de Defensa y el director del FSB (el Comité para la Seguridad del Estado, el antiguo KGB), tal vez porque nuestro hombre no pertenece al círculo íntimo del presidente ruso, a la almendra garrapiñada de compinches que Vladímir Putin aglutinó durante sus años en Leningrado / San Petersburgo. Corrió el rumor de que intentó dimitir, pero lo disuadieron (conocemos la historia; en la Rusia de Putin te echan unas gotas de Novichok en la taza de té y se te quita la disensión).

Sea como fuere, ahí está Lavrov, con las piernas poco bailables, amarradas con la misma cuerda de funambulista sobre la que camina, tragando sapos gordos como diplodocus, en el empeño de seguir chapoteando en la turbia ciénaga de la élite rusa. Tampoco le ha ido tan mal; tiene el riñón bien cubierto, que se dice. A su amante secreta, su segunda esposa, Svetlana Poliakova, se le atribuye una fortuna en propiedades, entre Rusia y el Reino Unido, que ascendería a 12.300 millones de euros. Y la hija de esta, Polina Kovaleva, de 26 años, pagó a tocateja y sin hipoteca, billete sobre billete, 4,4 millones de libras esterlinas (5,2 millones de euros) por un lujoso apartamento en Kensington. ¡Ah, los magnates rusos de morro fino! Han convertido los mejores barrios de la capital británica en Londongrado, un mini-Moscú a orillas del Támesis. Serguéi Víktorovich Lavrov tiene sus cuentas congeladas en territorio de la Unión Europea (sus chicas, no).     

Vladímir Putin lo nombró ministro de Exteriores en 2004, de manera que, como quien no quiere la cosa, va camino de igualar en el cargo el récord del patriarca de la diplomacia soviética, Andréi Gromiko, quien se mantuvo en el puesto durante casi 30 años entre 1957 y 1985. Este último, por cierto, pasó a la posteridad como Míster Niet (el Señor No), remoquete que le ha heredado Lavrov por el uso persistente que hizo del derecho de veto durante sus años como embajador ruso ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (1995-2004).

Es un diplomático de la vieja escuela soviética, un tipo correoso, pero en absoluto un espécimen gris de la nomenklatura; más bien al contrario. Trajes italianos, whisky escocés y los mejores habanos. Habla con fluidez inglés, francés y cingalés, que perfeccionó al comienzo de su carrera diplomática, en tiempos de Brézhnev, en Sri Lanka, donde la Unión Soviética se entregó alegremente a la producción de caucho natural.

Para perseverar en la plaza no hay divisa más infalible que la sumisión absoluta al líder del Kremlin. La invasión de Ucrania lo habrá pillado en albornoz, con el paso cambiado, pero Lavrov lleva un par de décadas traduciendo las ambiciones y obsesiones geopolíticas de su jefe; esto es, recuperar en lo que se pueda, tras la humillación e indignidades de los años 90, el viejo espacio soviético, inspirándose también en la tradición imperial zarista. Durante estos años se ha labrado fama de negociador duro, poco amigo de florituras verbales, mordaz, astuto, de mente aguda, con un memorión como el de Funes, que emplea su corporeidad y altura (188 centímetros) para construirse un aura de respeto intimidante alrededor. De diplomático admirado se ha convertido en un paria de la arena internacional, solo, fané y descangallado. A veces es lo que sucede cuando vendes tu alma al diablo.

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