Hace años, en pleno estallido de la crisis financiera, fue la prima de riesgo. Hace meses, el índice de contagios de la pandemia, cuya curva no se dejaba aplanar. Hace semanas, la tabla del mercado eléctrico, que asciende con la verticalidad de una escarpada pared del Teide, Tamadaba o Ayacata. Desde 2008, los ciudadanos desayunan pendientes de la evolución de unas gráficas de experto que ahora son el termómetro de su temor o su confianza. Hace días, la incertidumbre de la osadía rusa trastoca todos los planes. La gasolina se dispara, el pan se encarece, la construcción y la industria padecen el desabastecimiento, el comercio y el turismo contienen de nuevo el aliento... La luz ya es el doble de cara aquí que en Francia. Los precios ahogan a pequeños y medianos negocios y autónomos, nadie se libra. Es la guerra, sí, culpable de lo que está ocurriendo, pero también los desajustes de erradas políticas económicas anteriores que agravan sus efectos.

Vivimos una conflagración. Nadie puede sustraerse al terrible drama, aunque cueste admitir que esto esté repitiéndose en Europa y en pleno siglo XXI. Cuando al derecho internacional lo sustituye la atrocidad de la fuerza, los europeos ya saben dónde situarse. No hace falta el auxilio de los augures para prever que imponer entre tanto odio la razón entrañará mucho sufrimiento. Ya pagamos consecuencias. En estos instantes iniciales, algunas regiones ciertamente con mayor intensidad que otras. Como Canarias, la más alejada de las fuentes de abastecimiento de materias primas. Además de los fusiles y los tanques, a dirimir cualquier contienda ayudan otras armas estratégicas, como la energía. Las disparatadas alteraciones en el precio de la luz y las gasolinas y la patada al tablero geopolítico que desencadena la ofensiva en Ucrania atenazan a muchas empresas y negocios canarios, comprometiendo la recuperación y la creación de miles de nuevos empleos.

Diluvia sobre mojado. El precio de la factura eléctrica de las empresas se ha triplicado en un año y ahora puede incluso ir a más. Las bombas no ponen en cuestión la necesidad de sustituir combustibles fósiles por renovables. Muy al contrario, la aceleran. Hay que persistir en el empeño de sacar adelante las decenas de proyectos públicos y privados ligados a los fondos europeos para el fomento de la sostenibilidad energética en esta tierra. Además de por el cambio climático, para garantizar la independencia de las fuentes que alimentan el motor de nuestro progreso. Pero una transformación de tal envergadura ni puede improvisarse, ni debe abordarse sin calcular con precisión los requerimientos. Permaneciendo fieles al objetivo final de definir un modelo sostenible para digerirlo con calma, la situación exige actuaciones transitorias inmediatas que alivien la carga y esquiven una verdadera catástrofe.

Sin las correcciones estructurales siempre postergadas en Canarias para guiar la educación a la excelencia, ampliar la formación de la población activa y en desempleo, que no es poca, minorar el peso del empleo público y dejar de dopar la renta con ayudas y subvenciones, jamás se cerrará la brecha con las comunidades avanzadas ni alcanzará la actividad una velocidad de crucero. Y acabarán marchitándose prematuramente expectativas que invitan al optimismo como la recuperación plena de la actividad turística, la continuidad del esplendor portuario, el renacimiento del comercio en los municipios, la rehabilitación y la obra nueva, las apuestas por la diversificación energética y tecnológica y la ciencia o el impulso definitivo a la actividad rural y agroalimentaria.

En tiempos de turbulencia o de bonanza, nada hay tan decisivo para el mantenimiento de nuestro estilo de vida como el acierto en las políticas económicas, o sea en proteger y multiplicar la riqueza. Cada crisis, y arrastramos tres consecutivas de calado en catorce años, incrementa las desigualdades. Y estas no perjudican únicamente a los desfavorecidos, sino que castigan a la clase media. Empobrecer o menguar el gran factor de estabilidad –la cohorte primordial de contribuyentes– bloqueando en la planta baja el ascensor social arroja a la política ácido corrosivo.

La guerra añade oscuridad. Conquistas minusvaloradas de repente corren peligro. Y comprobamos que, aunque otros ciudadanos del continente nos parezcan distintos y distantes, hablamos su mismo idioma: el de la libertad y los derechos, que precisan de cuidados constantes. Ambos bienes están hoy corrompidos por el peor de los venenos, el autoritarismo. De la confianza en aventuras y atajos emergen populismos y caudillismos. Solo desde deformaciones semejantes, una plaga, puede explicarse que diputados de derechas y de izquierdas en los extremos se coloquen de perfil para evitar la condena de la agresión rusa o que autócratas sin escrúpulos como Putin impongan a sangre y fuego sus deseos.

Para revertir el declive en algún momento habrá que profundizar en estos aspectos, de los que depende el futuro y la tranquilidad de esta parte del mundo que nos ha tocado habitar, privilegiada por sus elevadas cotas cívicas y de bienestar. Nada será posible, no obstante, si antes que cualquier otra cosa no logramos la única absolutamente decisiva, la llave para abrir el resto: parar la guerra cuanto antes.