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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

Rico de qué

En este barrio hay gente mayor. Gente que siempre tiene quien la cuide y la atienda. Quien la lleve de paseo o la ayude con la compra. Quien le haga las uñas y le deje la melena algodonosa y brillante.

También hay muchas trabajadoras que son quienes procuran, en realidad, que la vida funcione. Que las casas estén limpias, que sus habitantes estén impolutos, que tengan todo aquello que necesitan, que coman bien y luzcan espercudidos y planchados, como si nada de lo que sucede en el mundo fuera con ellos.

Yo no habría venido a parar a este barrio ni en mil años si no fuera porque la vida, desde que soy bien chica, no para de sorprenderme y de llevarme y traerme a sitios, a personas, a situaciones que poco tienen que ver con aquellas que, por nacimiento y origen, me habría tocado vivir.

Es un barrio de esos que siempre encabezan los rankings positivos, el barrio tipo al que acuden las televisiones cuando hacen esos reportajes tan de moda que contraponen el estilo de vida y las preocupaciones de la ciudadanía de distintos distritos. Las entrevistas que se hacen a mis convecinos llevan un rótulo debajo que pone: «Barrio rico».

Lo primero que se observa al llegar aquí es que prácticamente nadie da los buenos días.

Los vecinos de escalera, entre los que hay algunos amigos, sí, claro.

Pero apenas se pone un pie en la calle se convierte todo en una especie de decorado por donde transita gente a la que no parece gustarle la otra gente.

Gente que pulsa el botón del ascensor del garaje muy rápido para no tener que cruzar palabra. Gente que jamás te aguanta una puerta. Gente que, en cuanto te descuidas y no andas vivo, te echa el coche encima en el semáforo antes de que te dé tiempo a reaccionar.

Los edificios son antiguos y señoriales pero –yo lo he comprobado– arden por dentro.

Hay un adolescente en el portal contiguo que odia a sus padres desde las siete de la mañana y quiere que todos sepamos cuán malvados y despreciables son esos progenitores. Tira todo lo que tiene a su alcance, grita antes de meterse en la ducha, abre la persiana con una rabia que me hace bendecir la decisión de no haber dado descendencia a este mundo.

Hay un hombre, al otro lado, que piensa que con Franco se vivía mejor y –por lo que sea– cree conveniente contártelo y, como no ve reciprocidad en la querencia por las dictaduras, se venga poniendo himnos preconstitucionales en cuanto puede. Efectivamente, el confinamiento fue, aquí, una fiesta.

Hay unas señoras como de cuento rancio, con mucho visón y mucho de todo, a las que les molesta tu existencia desde que te vieron llegar y les molesta que te moleste que sus nietos hagan carreras de cuadrigas sobre tu cabeza cuando estás trabajando, o que les dé por rodar muebles a las cuatro de la mañana o que no tengan miramientos en tirar las puertas con una furia que hace pensar seriamente en que un día van a salir proyectadas por la fuerza del mismo impacto, yo qué sé, la física dirá.

Les molesta, en suma, que oses limitar su sacrosanto derecho a ser desconsideradas y prepotentes, tú, que no eres de-aquí-de-toda-la-vida.

Hay, en fin, muchas cosas en común con todos los barrios céntricos y buenos del mundo: casas muy por encima de su precio, bares y restaurantes carísimos, tiendas de ropa inabordables.

Y de todo este catálogo, lo que más le duele a mi alma provinciana es que la gente no salude. Que no se mire. Que se conduzca como si mereciera todo, como si todo se le hubiera dado y no necesitara de los otros.

Barrio rico. Rico de qué.

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