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Juan Cruz Ruiz

LAS SUELAS DE MIS ZAPATOS

Juan Cruz Ruiz

Miles de días en los periódicos/ 1

Visita del dueño. Aquel hombre nunca había entrado en la Redacción. Y en la penumbra de la mañana, cuando el periódico EL DÍA estaba todavía despertándose de la larga noche, entró en aquel recinto mientras una de las personas de la limpieza recogía la basura de las papeleras. Hacía algunos días, quizá semanas, que había muerto Franco. En aquella silla vacía de la que me acuerdo había llorado aquella mañana de la desaparición del dictador mi compañero Tinerfe, que administraba aquella muerte como algo muy personal. Le puse la mano en el hombro como si le diera el pésame por un pariente cercano, y me quedé susurrándole palabras de cariño. También le deseé paciencia, pues todo dolor necesita apoyo, y él estaba verdaderamente conmovido, no podía mirar hacia arriba, como si el mundo se le hubiera venido encima y ese fuera también, para él, el último y el peor de sus días.

Años atrás el presidente del Tenerife, cuya información mi compañero llevaba como un tesoro que nadie le podía ni rozar, se había querellado contra él por algo que no debía ser de su aprobación y los jueces de entonces mandaron a Tinerfe al destierro. El padre de la chica a la que entonces molestaba para salir le pareció un horror que lo mandaran desterrado a Toledo, donde no había ni equipo de segunda división, pero lo cierto es que aquel viejo periodista al que luego vería llorar por Franco no iría tan lejos, sino que se quedó en Madrid trabajando en el periódico apropiado a sus ideas, el Alcázar, de ahí la confusión de quien sería mi suegro, pues ya se sabe que el Alcázar era emblema toledano pero entonces le daba nombre a un periódico que fue fascista hasta sin Franco.

Lo cierto es que la Redacción estaba sin barrer cuando entró aquel hombre trajeado que, antes de dar los buenos días, si los dio, se fue derecho a las persianas, que estaban bajadas para que la penumbra diera paso a un nuevo día. «Aquí tiene que haber luz», dijo el hombre aún con el hilillo de descorrer en la mano. Entonces me vio de pie, a su lado, justo al lado de la mesa que era de Tinerfe, y me preguntó, sin mucha preocupación por las formas:

–¿Y tú quién eres?

Le dije. Entonces volvió a mirarme de arriba abajo y se interesó por mi identidad, por lo que hacía, y mientras le fui diciendo él miró para otro lado, hasta que me dijo:

–Pues yo soy el dueño.

–¿El dueño?, le dije, y entonces me miró con cierto desprecio, como para preparar lo que dijo en seguida, mirando hacia mis zapatos:

–Ahora no lo soy, pero lo seremos.

El plural me dejó sin más argumentos para preguntar. Vi entonces que el hombre se daba la vuelta a ver quién venía a su encuentro.

Hablaron entre ellos, y el que llegó por último dijo cerca de mis zapatos: «Aquí no hay nadie». «Ya habrá».

Seguí mirándolos hacer, hasta que el de las persianas se acercó a mi, y me dijo alto y al oído: «Y no te quedes ahí mirándome, tráeme un vaso de leche». Seguí quieto, como el muro de las paredes. Él me dijo que eran de la compañía de petróleos y que un día aquello sería suyo.

No lo sería nunca, ni el hombre volvió por allí, ni nadie me dijo nada de aquella visita, ni yo la comenté con nadie, pero cuando pensé esta mañana que me gustaría contar de alguna manera los miles de días que he pasado en los periódicos me vino a la cabeza esa extraña visita de la arrogancia.

La visita al periódico. Conocí una Redacción muy pronto en mi vida, cuando ni siquiera había acabado el Bachillerato. Había ido a ver a don Julio Fernández, que era el director de Aire Libre, el primer periódico para el que trabajé. Escribí sin mucha maña una crónica de fútbol juvenil, la metí en un sobre de los de correo aéreo, mi madre la llevó al correo del Puerto de la Cruz, mi pueblo natal, y al cabo de unos días aquel matutino de los lunes la publicó con una entradilla que había hecho don Julio.

Don Julio era alto, inmenso, caminaba en ese momento en que lo vi con unas líneas de letras de linotipia en la mano, y me saludó como si yo fuera ya un colega, porque había publicado aquella crónica cuya sintaxis él había elogiado cuando yo aún no sabía qué significaba la palabra sintaxis.

Me llevó a una garita donde guardaba miles de planchas de viejas fotografías y me hizo el primer regalo que tuve en mi vida, fuera de un camión de alambres que me había hecho mi hermano Paco por Reyes años antes. Metí en una bolsa ese regalo y luego tuve que explicar en casa qué iba a hacer con ello, e hice un pequeño periódico que se llamó Ahora y que duró diez números. Yo lo repartía por las mesas del Dinámico, el bar de mi pueblo, y tuve como colaborador a un republicano, don Luis Castañeda, del que nunca me olvido.

Cuando estaba a punto de terminar el bachillerato el Instituto de La Laguna nos organizó un viaje de fin de curso a Las Palmas, y allí busqué la dirección del Diario de Las Palmas. Allí entré como si fuera un periodista, pero el hombre de la puerta me dijo que volviera al día siguiente, que la gente estaba muy ocupada. Fui, naturalmente, me llevaron adonde se tiraban los periódicos, y fue allí donde sentí como si fuera un regalo el que luego sería mi olor preferido, el sonido perfecto, el olor del papel prensa, el inquieto, vivaracho, ruido de las teclas de las linotipias.

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