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Juan Gaitán

A pedradas

Después del caballo blanco de la conquista, del caballo alazán de la guerra, del caballo negro del hambre, llega el caballo pálido (bayo lo describen algunas fuentes) de la muerte, según la antigua tradición del Apocalipsis, tan invocada en estos días en que parece que comienza a abrirse una rendija en la puerta de la tercera guerra mundial. Lo que sin duda da bastante qué pensar es la exactitud en la cronología. Conquista, guerra, hambre y muerte. Así, exactamente en ese orden, va sucediendo la invasión de Ucrania organizada por el jinete Putin, que es, a la vez, uno y cuatro.

Varias veces he recordado aquí que fue el gran Umbral quien me aconsejó que, de tanto en tanto, escribiese «una columna lírica», de esas que proponen una mirada calmada sobre las cosas, un modo de detenerse en lo frecuente y darle un trato amigable. Pero también me he acordado de César Vallejo, de aquel poema cargado de tragedia: «Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza/ ¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora? (…) Alguien limpia un fusil en su cocina/ ¿Con qué valor hablar del más allá?».

Y así, la guerra, la muerte, se imponen una vez más sobre la lírica, la violencia sobre la palabra, y no puede uno hablar del más allá, ni innovar la metáfora, sino asumir que es la guerra la que ocupa todas las palabras, la que destruye las metáforas, la que arrasa con la belleza y la esperanza, y que debe uno hablar de ella.

Y me he acordado también, como tanta gente, de aquella frase atribuida a Einstein: «no sé con qué armas se combatirá la tercera guerra mundial, pero la cuarta se peleará con palos y piedras», y de aquella otra, de Séneca, cuando, describiendo el incendio de Roma, precisó: «no ha quedado ni para otro incendio».

Y concluye uno que si no paramos esto (y esto solo lo podemos parar nosotros, la gente, presionando a nuestros estados, a nuestros gobiernos), no quedará para otra guerra más que piedras y palos. Y junto a toda esa oleada de solidaridad articulada en mantas, víveres y enseres, hay que articular una fuerza pacífica de reacción social que empuje a los políticos a parar la sinrazón. Porque en esta época nuestra, tan infantiloide, lo arreglamos todo pintando el perfil de nuestras redes sociales con los colores de la bandera de turno, poniendo una etiqueta de «yo soy…», y enviando un paquete de macarrones baratos a través de una oenegé. Pero con eso solo llega para acallar la conciencia y hacernos un selfie. Si de verdad queremos combatir la guerra, hemos de recurrir a una presión civil, pacífica pero firme, que obligue a los que mandan a hacer lo que les mandamos. Ya va siendo hora de despertar antes de que nos despierten a pedradas.

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