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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

Justicia poética

Una mujer en Henychesk, Ucrania, se encara con un soldado ruso y, tras llamarlo invasor, le entrega unas semillas de girasol. «Guárdalas, para que cuando mueras en esta tierra, crezca algo bueno», le lanza, impertérrita ante los requerimientos del militar estupefacto, que solo atina a decirle que no empeore las cosas mientras ella le lanza un último conjuro: «Desde ahora estás maldito».

Sabemos, luego, que el girasol es la flor oficial del país, uno de los emblemas nacionales, aunque no sea originaria de allí y fuera llevada a Europa por los exploradores españoles que las traían de América. Parece ser que Pedro el Grande las conoció en los Países Bajos y las plantó en suelo ucraniano sin conocer lo que vendría. O tal vez sí, que entonces los reyes eran taumaturgos y omniscientes.

Sabemos, también, que el girasol tiene una simbología inequívoca porque su crecimiento, siguiendo la posición del sol, nos remite a la felicidad, a la luz e, incluso, a la búsqueda de trascendencia, de conexión con lo divino. Así que el círculo se cierra.

Un hombre, peleado durante años con su hermano por causa del reparto de la herencia paterna, espera a éste una madrugada en la huerta contigua y, sin pensarlo, mata a la sangre de su sangre, al compañero de su infancia. Como un Caín cegado por el alcohol y los malos pensamientos, que rumia en días insomnes, lo parte en dos con un azadón. Después, según cuentan, confiesa ante el juez sin titubear: «Lo maté porque por la noche me secaba los árboles».

Estas dos historias las conocí por distintas bocas la misma semana en la que la guerra ya no era solo una posibilidad, un barrunto de zahoríes, de pájaros de mal agüero. La semana que aún no ha terminado y que tiene incontables y dolorosos días, muchos más que los meses más felices. Esa semana, larguísima, eterna, en el que el horror nos empezó a golpear desde todas las pantallas y comenzamos a combatirlo cada uno como podíamos. Los más, haciendo conjeturas sobre cosas que nunca conoceremos, que nos están vedadas a los mortales. Otros, opinando mucho, con la logorrea de los que no tienen nada claro, pero no quieren que nos demos cuenta. Algunos, sin poder articular palabra, tristes, estupefactos, vencidos. Unos pocos, supongo, aferrándonos a lo que de humano puede tener una guerra. Porque en cada invasión, en cada crimen, en cada locura, a pesar de todo, constatamos sorprendidos, cabe la poesía.

Esa poesía involuntaria del horror tiene muchos matices, muchas aristas, nos ataca y nos interpela desde muchos frentes. Y a veces nos agarramos a ella como a un clavo ardiendo, porque necesitamos encontrar imágenes que nos reconcilien con la razón, o quizá solo con la vida.

La imagen cruda del soldado invasor caído en la batalla, de espaldas, mientras de su vientre brotan girasoles es Sófocles y es Calderón y es Brecht y es el maestro León cuando escribe: «y hoy que es Corpus, señor, he paseado mi cadáver de amor iluminado, como un espantapájaros siniestro».

La imagen del hermano haciendo magia negra para secar, a escondidas, los árboles y la de su asesino partiéndolo en dos con una azada es el Mabinogion y los mitos artúricos y las leyendas nórdicas.

Porque la poesía habita en todo, incluso en lo absurdo, en lo más cruel salido del ingenio del hombre. Y viene para hacer nuestra existencia más cabal, más llevadera, para repartir las culpas a cada quien, para salvarnos de la pesadilla.

Justicia poética, decimos cuando los buenos actos son premiados y la maldad castigada, al fin. Y decimos bien. Que en estos tiempos oscuros solo la poesía puede restablecer el orden lógico de las cosas.

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