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Juan Pedro Rivero González

SANGRE DE DRAGO

Juan Pedro Rivero González

El cura del Escobonal

Aún estoy impactado, conmovido, afectado, impresionado… Lo digo en serio. Hace una semana y aún me afecta la triste noticia de la muerte repentina de Antonio Damián. Este joven sacerdote que, con apenas poco más de cuarenta años, le sorprendió la muerte que nos sorprendió a todos. Es normal morir, pero hay muertes que se ven venir y otras que no; esta es de las que no se prevén, ni se esperan, ni se terminan de entender.

Les decía la semana pasada a mis alumnos que lo acostumbrado es ver morir a tus profesores, a tus maestros, a tus educadores. No se acostumbra a ver morir a tus alumnos, a tus hijos. Esto es lo que conmociona de manera tan extraordinaria esta situación. Lo sorprendente de una muerte cercana. Imagino cómo habrá recibido la noticia su madre, sus feligreses, incluso el amigo con el que unas horas antes había salido a caminar como cada mañana, precisamente para cuidar la salud.

A las personas se las conoce, como ocurre con las artes plásticas, tanto por su figura como por su fondo. Esa mezcla que hace posible que percibamos la intención de su autor. La sencillez vital es el fondo de la figura de Antonio Damián. Un hombre sencillo capaz de realizar de forma sencilla, y con sencillez, grandes servicios que no terminarán en los libros de historia. Todos conocemos el brillo de las personalidades arrolladoras, el valioso testimonio de las personas que destacan, pero también conocemos el callado servicio de tantas personas que son tan imprescindibles como desapercibidas.

Los servicios desapercibidos son tantos y los ejercen tantas personas que podríamos releer la historia buscando personalidades imprescindibles a las que la historia olvida. ¿Quién enseñó a leer y a escribir a Cervantes? Sin ese callado servicio el Quijote no hubiera cabalgado con aquel arrebato ilógico contra aquellos molinos de viento -ficticios gigantes- que han quedado tatuados en la historia de la cultura española. ¿Quién le enseñó la tabla de multiplicar a Albert Einstein? Y como esta, miles de preguntas que tienen como respuesta a millones de servidores desapercibidos.

Esta actitud, conscientemente vivida, solo es posible si se tienen convicciones personales profundas. No barnices epidérmicos de las últimas lecturas de moda realizadas. Certezas sobre las que edificar la vida, aunque no sigan la barranquera de la cultura dominante. Cimientos firmes sobre los que edificar el resto del paquete existencial. No ideas, sino ideales que marcan la estatura espiritual e intelectual de las personas.

Y, como guinda de la sencilla y disponible vida del cura del Escobonal, un especial sentido del humor. Para algún hombre de fe, el sentido del humor es el sentido común bailando, la normalidad cordial, la alegría de la verdad encontrada revestida de creatividad empática. Eso no le falta a quien ha puesto en la búsqueda de la verdad su objetivo último, y en la búsqueda de su explicación lógica tu trabajo. El humor que posee el amor que a la ironía le falta.

Murió, de una forma sorprendente, Antonio Damián. Desde la conmoción que produce su muerte en mí, comparto estas pocas marcas de una identidad personal que admiro. Y, sobre todo, admirable fue su confianza en Cristo, vivo y resucitado, a quien le regaló su corazón joven, ya para siempre.

Que descanse en la Paz, el cura del Escobonal.

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