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Francisco Pomares

El ridículo

Teodoro García Egea presentó ayer su dimisión, en un intento ya desesperado e inútil de evitar que Pablo Casado deba entregar la presidencia del PP, en medio de una crisis interna que ha provocado la voladura del poder de Génova. La cabeza del murciano García Egea era ayer entregada como cortafuegos del incendio producido por la investigación y el chantaje contra la presidenta de Madrid, tras ser reclamada como bálsamo por los barones del partido aún leales a Casado. Sin embargo, es improbable que la retirada del hombre de confianza de Casado sirva para contener la creciente oleada de deserciones de los próximos a Génova. Los medios de Madrid afirmaban ayer que Casado tiene ya enfrente a 18 de los 19 jefes regionales del partido, aterrados ante la peligrosa deriva en que los errores de la dirección han colocado a un partido que –desde su refundación tras la desaparición de UCD– ha sido el gran partido del centroderecha español. Una organización política heredera de la Alianza Popular de Manuel Fraga, pero que supo reconvertirse y representar amplios sectores de la clase media española, y de poner en práctica políticas económicas y sociales asumibles por una gran parte de la población.

Como ocurre con la mayor parte de los partidos de la derecha no radical europea, desde los liberales a los más conservadores, pasando por la democracia cristiana, el PP nunca ha sido un partido simpático. Más bien, ha sido definido en la práctica no por ganar elecciones –en una España sociológicamente con preponderancia del centro izquierda y la izquierda–, sino por su capacidad para establecer mayorías alternativas que gobernaran el país tras el agotamiento del felipismo o supiera aprovechar el desencanto económico y social que provocó el experimento republicano de Rodríguez Zapatero.

El PP ha sido siempre un partido de cuadros, reconocido por sus votantes centristas –los mismos que alternativamente votan al PSOE– como capaz de nivelar excesos de la izquierda y recuperar la economía. La mayoría de sus electores no sienten una fuerte identificación ideológica, apenas se saben mayoría social cuando gobiernan, y para de contar. Pero en los últimos tiempos –muy especialmente tras el shock que supuso la censura contra Rajoy, la ruptura por el PSOE de los consensos nacionales y territoriales heredados de la Transición y el auge de Vox– las bases del partido han experimentado una creciente radicalización, un deseo de conflicto ideológico, de ganar la guerra cultural contra la izquierda y de hacerlo con políticas agresivas, un deseo que la dirección del partido ni siquiera supo ver. El liderazgo de Ayuso se alimenta de esa nueva disposición de las bases y votantes y la alimenta al mismo tiempo. Y en ese proceso, Génova no dio ni una: todas las apuestas de Casado y su equipo acabaron sin ser políticamente rentables, ni siquiera oportunas, y sus últimas decisiones han destrozado el partido.

El PP ha sido siempre extraordinariamente cesarista, y su problema en estos tiempos ha sido la ausencia de un césar con capacidad de lograr el respaldo o al menos la aprobación de los suyos. El último lance mafioso de García Egea, que ayer concluyó en un tiro en su propia sien, ha colocado al partido en un punto de no retorno. Casado no puede ganar ya esta pelea. Ocurra lo que ocurra en las próximas horas, su escaso liderazgo se ha volatilizado. Ya no es útil para el PP. Ahora la única opción es ese acuerdo entre el populismo combativo de Ayuso y sus seguidores y la calculada moderación del patrón de Galicia.

¿Pasaremos días entretenidos con esta culebra de febrero? No lo creo. Casado es ya un cadáver. Es difícil que aguante como un zombi aplaudido precisamente por los enemigos del PP. Lo más honroso es dimitir ya. Y también lo más razonable: los afiliados de un partido, como los hinchas de un equipo de fútbol, pueden perdonar casi todo a los suyos. Que se equivoquen, que se emborrachen de poder, que actúen en clara contradicción con lo que propugnan y prometen, incluso hasta que roben y se enriquezcan. Pero lo que no perdonan jamás es que se les haga compartir el ridículo.

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