La «rabiosa actualidad» (que dirían los cronistas antiguos para referirse a los acontecimientos que demandan atención prioritaria de la opinión pública) está más rabiosa que nunca. Aunque no sorprende demasiado. Excepto por la ferocidad con que se comportan los dos jefes de las bandas enfrentadas, uno es el presidente del Partido Popular, señor Pablo Casado; y la otra, la señora Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid. La enemistad entre ambos venía creciendo como una hierba venenosa desde hace meses y ha venido a florecer ahora con toda impudicia.
Como ocurre siempre desde que pasamos de la dictadura franquista a la monarquía parlamentaria, el argumento decisivo para descalificar al contrario es la corrupción ajena. En un momento determinado, el señor Casado sacó del zurrón unos papeles supuestamente comprometedores para la señora Ayuso y su familia, pero esta reaccionó rápidamente al alegar la limpieza de la tramitación administrativa.
El navajeo llevaba camino de dejar el campo del deshonor repleto de cadáveres, hasta que el señor Casado ordenó anular el expediente de expulsión abierto a la señora Ayuso, al advertir que la broma había llegado demasiado lejos y se corría el riesgo de hacer saltar por los aires el partido fundado por Fraga para recoger en su seno, como demócratas, a los herederos del franquismo. La operación resultó exitosa y andando el tiempo dos políticos de esa derecha, Aznar y Rajoy, pudieron ser elegidos democráticamente como presidentes del Gobierno de España, incluso por dos veces, con mayoría absoluta. Creyeron los pastores y sus rebaños que la estabilidad del Estado estaba garantizada, con un gran partido social liberal y otro de centro derecha gobernando en la alternancia del poder. Pero la realidad nos ha sorprendido por donde menos se esperaba. La derecha catalana y la derecha vasca, olfateando signos de debilidad en la estructura del Estado, insistieron en sus proyectos independentistas (la derecha gallega no participa en esa carrera por lo que se ve). En Cataluña se dio la cómica proclamación de una República que tuvo una existencia fantasmal de apenas 15 segundos de duración. Y en Madrid, rompeolas de todas las Españas posibles (y aún de las imposibles) surgió una derecha centrista y centralista trufada de intelectuales bienintencionados que acaban siempre por retirarse del foro meneando pesarosos la cabeza mientras mascullan aquello tan orteguiano de «no es eso, no es eso». Un proyecto, por cierto, que agotó dos oportunidades. Una, UPyD, comandada por la intrépida exsocialista Rosa Díez; y la otra, Ciudadanos, destrozada por los caprichos de un guaperas, Albert Rivera, al que se suponía avalado por las sociedades del Ibex 35. Los supervivientes de ese naufragio aún pelean por no ahogarse mientras aguardan a que alguien los suba a bordo de una lancha salvavidas. No obstante, la gran novedad dentro del territorio de la derecha fue la aparición de Vox, que es una escisión del PP con ideario y maneras de extrema derecha. En todas las citas electorales, excepto en Galicia, ha demostrado crecer a costa del partido madre. Como ocurre en la selva con algunas crías voraces. La peor noticia es que la derecha española evolucione hacia el neofranquismo.