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Joaquín Rábago

Brillan navajas en el PP de Casado y Ayuso

Uno quería haber vuelto a escribir hoy sobre el peligroso conflicto entre EEUU, la OTAN y Rusia a propósito de Ucrania, pero no ha podido evitar referirse a otra crisis, esta vez en suelo patrio.

Había desde hace tiempo una guerra larvada entre la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, cuyas ambiciones de liderar el partido a nivel nacional son cada vez más claras, y el presidente del PP, Pablo Casado.

Una guerra que finalmente ha estallado en toda su crudeza con acusaciones de corrupción, por un lado, y de intento de espionaje que sufragaría el contribuyente, ese que paga los sueldos de todos los políticos, por otro.

El PP, como vemos, vuelve a sus andadas: decía su presidente que la corrupción era cosa del pasado, y que ellos, los nuevos, habían venido a regenerar el partido, pero vemos que es difícil desprenderse de los viejos hábitos.

Acusa ahora el PP de Casado a la presidenta de ese Madrid que, según ella, es «España dentro de las Españas» de haber intentado ocultar la golosa comisión de 283.000 euros cobrada por su hermano por mediar ante un empresario amigo de la familia para la adquisición de mascarillas contra la Covid.

El PP nacional al parecer olió sangre y, como ha hecho con mayor éxito en otras ocasiones, intentó conocer qué irregularidades podrían existir en ese contrato, no para denunciarlo como habría sido su deber, sino para utilizarlo en determinado momento y frenar de ese modo las indebidas ambiciones de la cada vez más incómoda Ayuso.

Presunta corrupción, pues, por un lado, y actividades de espionaje que se pagarían con dinero público, por otro. En ambas cosas tiene el PP sobrada experiencia si atendemos a su historia más reciente.

Resulta en cualquier caso significativo que haya transcurrido ya un año desde que Casado anunciase que su partido abandonaría la sede nacional de Génova porque no se podía continuar en un edificio que estaba bajo investigación, sin que sucediera tal cosa.

Por cierto que aquel día, el 16 de febrero de 2021, el propio Casado aseguró que se aprobaría un nuevo mecanismo de transparencia para el partido con el fin de evitar nuevos casos de corrupción como los de épocas pasadas.

Resulta dudoso que haya sido así, y esto ocurre en el principal partido de oposición a nivel nacional, un partido que, a diferencia de las derechas de Alemania o Francia, no parece hacerle demasiados ascos a gobernar, si dan los números, con el apoyo de la ultraderecha de Vox.

Partido, este último, que pretende abolir las autonomías, garantizadas, sin embargo, por la Constitución, rechaza a los inmigrantes, aspira a invertir todas las conquistas del movimiento feminista y parece querer resucitar la España del Cid y de Francisco Franco. Aunque, eso sí, se desgañita gritando «Viva el Rey».

Decía el otro día en La Vanguardia el hispanista holandés Sebastian Faber que lo que él llamaba «el centroderecha español», que va desde el PP hasta Vox, «sigue considerando al franquismo y su herencia de forma positiva», lo cual, añadía, «es muy franquista» y es lo que le diferencia de otras derechas europeas.

Sigue haciendo falta, por desgracia, en España, decimos nosotros, una educación en democracia de las generaciones de posguerra, lo que evitaría declaraciones como las que oyó un reportero de El País en un pueblo dormitorio de Burgos en el que proliferan últimamente los chalets, las piscinas, las pistas de pádel y los automóviles BMW.

El vecino de ese pueblo, donde en las últimas elecciones regionales han votado mayoritariamente a Vox, afirmaba que, ante las indefiniciones de Ciudadanos, que “ya no pinta nada, si uno tiene dos dedos de frente, tendrá que apoyar al que está dando más caña al Gobierno”.

¡Qué nivel de argumentación! Tal es el resultado de convertir desde la derecha al Congreso de los Diputados en una especie de barra de bar, a la altura, por cierto, de ciertas tertulias radiofónicas de cuyo nombre no quiero acordarme.

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