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MI REFLEXIÓN DEL DOMINGO

El Sermón de la llanura

Hasta llegar a la Cuaresma que se acerca, se nos presenta, en estos últimos domingos, lo que se conoce como el Sermón de la llanura, de San Lucas, que está en relación con el Sermón de la montaña de San Mateo.

El Evangelio de hoy nos presenta a Jesucristo bajando de un monte con los Doce a los que acaba de elegir apóstoles, y se para en una llanura donde se encontraba un grupo grande de discípulos y de gente proveniente de distintos lugares. Y mirando hacia los discípulos, decía: «Bienaventurados los pobres, los que ahora tenéis hambre, los que ahora lloráis, los perseguidos por causa del Hijo del Hombre». Luego comienza a decir: «¡Ay de vosotros los ricos, los que estáis saciados, los que ahora reís, de los que todos hablan bien!».

Lo primero que aprendemos aquí es que el Señor Jesucristo nos quiere bienaventurados, es decir, dichosos, felices, aunque sus caminos, a veces, pueden parecernos, a primera vista, un tanto extraños. Es el tema de la primera lectura que, en el Evangelio, llega a su plenitud.

Nos dice el Señor, en aquella lectura, que se trata de dos estilos de vida diferentes: la del que pone su confianza en Dios y la del que pone su confianza en los hombres «apartando su corazón del Señor».

Y el salmo responsorial es la síntesis de todo: «Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor».

Por poco que reflexionemos nos daremos cuenta qué actual es el mensaje de este domingo:

Hay mucha gente, muchos cristianos que, en la vida de cada día, incluso, en las circunstancias más difíciles, tienen su confianza puesta en el Señor y dicen con S. Pablo: «Bien sé de quién me he fiado» (2 Tim 1, 12). ¡Muchas veces parecen cimentados en una roca inconmovible!

Pero lo más que abunda, diríamos lo propio de nuestra época, es vivir alejados de Dios y de la Iglesia. Abunda en nuestros ambientes el rico de espíritu, es decir, aquél que piensa que no necesita nada de Dios; que considera que todo puede conseguirlo con sus medios, con sus fuerzas. Por eso, a la hora de formar una familia no piensa en acudir a la Iglesia que, en el sacramento del Matrimonio, le ofrece ayuda sobreabundante para formar un hogar feliz.

También se manifiesta en la educación de los hijos. Hay padres que tratan de educar a sus hijos como cristianos, pero otros muchos piensan que ellos, por sí mismos, son capaces de ofrecerles todo lo que necesitan y descuidan los medios que la Iglesia les ofrece en las diversas edades y circunstancias, porque, en la práctica, se contentan con que el niño, el adolescente o el joven sea bueno, tenga buena salud, saque la carrera, etc.

Y así podríamos continuar, pero no tenemos espacio para más. Sólo queda proyectar sobre estas realidades el faro luminoso de las lecturas de este domingo que venimos comentando.

Yo suelo decir que de este estilo de vida, que tanto abunda, no se puede esperar nada bueno. Si algo nos enseña la historia, desde el principio, es que el hombre y la mujer no han sido nunca grandes y felices en contra de Dios o al margen de Dios.

La Virgen decía en su célebre canto: «A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió vacíos». Se trata, como es lógico, de los «ricos de corazón», los que piensan, como decía antes, que no necesitan nada de Dios y se cierran a las necesidades de los hermanos, incluso de los más pobres y necesitados.

Si, el vacío del corazón y de la existencia es el signo de nuestra época y se expresa cada día de muchas formas en una vida cerrada a la trascendencia.

Además, los cristianos sabemos bien que esa bienaventuranza a la que nos llama el Señor, tiene su punto culminante en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro como nos enseña San Pablo en la segunda lectura. Para el apóstol, en efecto, la Resurrección de Cristo y la del cristiano son dos realidades inseparables.

Nuestra colaboración generosa en la Jornada de Manos Unidas contra el Hambre en el mundo es la señal de una vida abierta a Dios y a los hermanos.

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